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Datos insólitos para viajar en Metro

Un recorrido por
el Metro, buscando esas cosas que pasan inadvertidas en los viajes cotidianos.

  • Las estaciones del Metro son puntos de referencia importante: la geografía de la urbe se acopla a ellas FOTO Carlos Alberto Velásquez.
    Las estaciones del Metro son puntos de referencia importante: la geografía de la urbe se acopla a ellas FOTO Carlos Alberto Velásquez.
  • Varios estilos de vida y formas de sentir la ciudad se dan cita en los pasillos del Metro. FOTO Carlos Alberto Velásquez.
    Varios estilos de vida y formas de sentir la ciudad se dan cita en los pasillos del Metro. FOTO Carlos Alberto Velásquez.
  • El metro es tren, tranvía, buses, cables y mil historias tejidas a diario. FOTO: Carlos Alberto Velásquez.
    El metro es tren, tranvía, buses, cables y mil historias tejidas a diario. FOTO: Carlos Alberto Velásquez.
31 de diciembre de 2021
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En esta crónica hay ausencias: un monumento y cuatro zorros.

El monumento debía marcar —en la alcaldía de Envigado— el lugar en el que hace medio siglo un estudiante tuvo la idea de unir el Valle de Aburrá con un tren paralelo al río. Por su parte, los zorros de lomo plateado y pintas negras fueron vistos en 2019 en los Patios de Bello, ocho kilómetros al norte.

No falta tener una bola de cristal con wifi para saberlo: cuando un colombiano oye hablar de Medellín piensa en el Metro. Mi entrada a este nudo de vagones, rieles, cables de alta tensión, pieles cobrizas y tapabocas en los mentones está relacionada con dichas ausencias y con el murmullo del millón cien mil viajeros engullidos cada día por las puertas automáticas. Quizá hay que aproximarse con el asombro del recién llegado.

El viaje inicia a cuarenta kilómetros por hora.

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Alcaldía de Envigado: dieciocho minutos a pie de la estación cercana. El tiempo en vehículo es una moneda al aire. Conviene alejarse para ir a las fuentes. Vine tras una pista: con motivo de los 20 años de la actividad pública del Metro, La Facultad de Minas de la Universidad Nacional publicó una nota sobre Rodrigo Salazar Pineda, quien, según los historiadores, fue el precursor de la red. “La idea nació en el año 1962 en la oficina de planeación de Envigado, yo era estudiante de último año de Ingeniería Civil de la Facultad de Minas”, dijo en 2015 —falleció en febrero de 2021—. El texto menciona una loza conmemorativa. Un trozo palpable de memoria.

La Alcaldía deja de serlo para volverse el concejo municipal pocos pasos después del mural Huella de grandeza, de Bernardo Sánchez —los colores resumen en treinta metros más de dos siglos—. Los edificios mudan de oficio. Una estrecha escalera comunica el piso principal con el de arriba. Pregunto por la capilla. Abren una puerta de cristal: los cuadros del viacrucis y los instrumentos del ritual católico se amontonan con sillas y archivadores. El templo es cuarto de rebujo. No siempre. Antaño fue la oficina del ingeniero Salazar Pineda. No veo la loza aludida ni nadie da noticia de ella. Incluso una señora del aseo me lleva a preguntarle a un concejal. Nada.

En un comercial televisivo de 1994 —financiado por el Banco Industrial Colombiano— se compara al Metro con un bebé rubio de ojos zarcos: se sobreponen las imágenes de la construcción con las etapas de crecimiento de un niño. “Lo vimos nacer, lo hemos visto crecer y dar sus primeros pasos...”. El símil —naif y cursi— da cuenta del parto difícil y largo: un pleito multimillonario e internacional detuvo las obras del 89 al 91.

Varios estilos de vida y formas de sentir la ciudad se dan cita en los pasillos del Metro. FOTO Carlos Alberto Velásquez.
Varios estilos de vida y formas de sentir la ciudad se dan cita en los pasillos del Metro. FOTO Carlos Alberto Velásquez.

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“Porque me ven la barba y el pelo y la alta pipa/dicen que soy poeta...” lee en Acevedo quien va o regresa en metrocable a Andalucía, al cerro de casas rojizas y planchas arañadas con mensajes de fin de año o escudos futboleros a medio borrar por la lluvia. Nacido en 1895 —un siglo antes de la apertura del Metro—, León de Greiff mira las montañas. Hay una fila larga y otra corta en el muelle del cable. La primera para quienes esperan asiento en alguna de las 93 telecabinas. La otra para los impacientes: irán de pie en la cápsula bamboleante. El autor de “Juego mi vida, cambio mi vida, /de todos modos/la llevo perdida...” no es el único escritor en las 27 estaciones férreas. Epifanio Mejía observa la prisa de los transeúntes en Niquía mientras Manuel Mejía Vallejo asiste al frenesí de San Antonio, punto neurálgico.

La banda sonora en Alpujarra, San Antonio, Parque Berrio y Prado es singular, hay rumor de oleaje, zumbido de colmena: el cambalache legal o clandestino se funde con los pitos de los carros y el chirrido de las motos. El centro vibra, late. Basta desconectar los audífonos y abrirse por completo para percibir la playlist de una metrópoli de casas de ladrillo pelado y rascacielos de ventanas tono cielo.

En los bajos de Parque Berrio un mural de Pedro Nel Gómez sintetiza el desarrollo industrial de Antioquia: epopeya separada del vértigo del rebusque por un grueso vidrio. En Hospital florece una heliconia en las manos de una mujer y en su crespa cabellera anidan las figuras del ADN, del átomo, la nomenclatura de elementos químicos. En Poblado aparece la misma mujer, esta vez en una escena doméstica: con dedos largos, finos, sostiene un pocillo tintero. Detrás hay libros, una matera con facciones de calavera y un útero —flanqueado por las trompas de falopio— dibujado, quizá tejido, en un cuadro pequeño. La muerte y la vida a centímetros. Las dos pinturas son del Señor O.K.

En los techos de las estaciones aledañas al río las arañas ejercen un poder de hierro. El personal de servicios varios no las considera una plaga, por eso no las combate con rigor químico, pero sí remueve sus telas con frecuencia. Otra metáfora para leer el Metro: el tejido de los arácnidos une en un solo trazo distintos puntos. El Metro es tranvía, cables, buses, trenes. Además —en horas pico— contacto con dermis ajenas, anónimas. En él la gente duerme, se apeñusca cerca de las puertas, ejercita los dedos en dispositivos móviles, huye del taco de las calles. Desde sus ventanillas Medellín es un museo de 85,12 kilómetros: se observan las siluetas del Salón Málaga, de la Iglesia del Perpetuo Socorro, del Palacio de la Cultura Rafael Uribe Uribe, del cerro Nutibara.

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En las líneas A y B, ochenta unidades de tres coches trajinan los rieles. Las operan 242 conductores —142 mujeres, 100 hombres—, la mayoría en horarios alternos a sus pregrados. Una de ellas es Karol Dayana Zapata, de 24 años, tres en el metro. En promedio trabaja al día cuatro, cinco horas. Hace dos recorridos completos: en A consiste en ir de Niquia a La Estrella y volver; en B, partir de San Antonio a San Javier y retornar. No en el mismo vehículo: al final de la mitad del trayecto un reemplazo la espera. La parte contractual está a cargo de Fundación Universidad de Antioquia. En la cabina del conductor no se ve por ningún lado la cabrilla: hay botones negros, verdes y rojos, dos pantallas del tamaño de un computador personal y un radiotransmisor. Un semestre dura el curso para conocer las funciones de los aparatos.

El metro tiene dos flotas, la MAN —alemana, 42 trenes— y la CAF —española, 38—. Por sus dimensiones, un tren de Medellín no podría transitar las vías de Buenos Aires ni uno de Londres lograría moverse acá. Cada ciudad cuenta con vagones y bases a la medida. La estructura del tren paisa está hecha de aluminio, los pisos son de madera finlandesa lenta en incendiarse y caucho. La parte inferior está recubierta de una pintura que aísla el estruendo de las 24 ruedas —aleación de acero, seis años de uso— de los vagones motrices y los remolques. Las hacen girar ocho motores, mil seiscientos caballos de fuerza —el equivalente a ocho Fórmulas Uno—, según el ingeniero Augusto Marín. La marcha silenciosa de una máquina capaz de atravesar barrios y autopistas con mil doscientas personas encima. Sí se escucha por los parlantes interiores a John Bayron Romero, la voz de la consciencia de usuarios y turistas: anuncia las estaciones y recomienda actitudes para un viaje llevadero, tips de la famosa cultura metro.

El metro es tren, tranvía, buses, cables y mil historias tejidas a diario. FOTO: Carlos Alberto Velásquez.
El metro es tren, tranvía, buses, cables y mil historias tejidas a diario. FOTO: Carlos Alberto Velásquez.

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En la entrada del Patio de Bello un hombre muy flaco —lentes negros, camisa de manga larga entreabierta, correa de chapa grande— extiende un tiquete al visitante. La escultura El Usuario, de Miryam Franco, parece plastilina. Las normas en la sede administrativa del Metro son rigurosas: cada movimiento tiene un protocolo. Otra pista me trajo: en 2019, EL COLOMBIANO reportó aquí la presencia de una manada de zorros. Ya no está: se esfumó por las obras de ampliación de los talleres. Hay zarigüeyas, pájaros, reptiles. Flores.

En el pasillo de acceso penden fotografías de empleados de distinto rango. En el sistema laboran 1.971 personas, 1.379 hombres, 592 mujeres. Adentro el trajín no se toma un respiro: gente con cascos amarillos y guantes enormes pinta, pule, lija, instala sofisticados instrumentos. Los talleres tienen el aspecto de una enorme caja llena de piezas lego. El ingeniero Marín y la periodista Juliana Correa Henao ofician de cicerones. Ofrecen datos, ayudan a entender en parte el funcionamiento del metro. Resuelven dudas caprichosas: con los 180.000 kilovoltios de energía eléctrica consumida un día por el sistema pueden ser iluminadas 18 mil viviendas —es decir, la totalidad de hogares de El Carmen de Viboral.

Al principio, el aspecto de los MAN era diferente: tenía forma plana, cuadrada. Gracias a un estudio de posgrado y al ingenio antioqueño, ahora es redondeado: se le instaló una carena, un cambio al diseño original con el fin de aumentar su eficiencia. Cada 600.000 kilómetros —cinco años de ir y venir— los trenes descansan un mes en los talleres: se somete a examen minucioso las partes eléctricas, de tracción.

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En Ayurá, María José Pérez da indicaciones a los extraviados: señala rutas, aconseja transbordos, ayuda en el ingreso, ofrece información sobre tarifas. Se mueve con soltura, aunque le falta una pierna: las muletas no le restan un ápice de destreza. Tres meses atrás ingresó a la nómina de los 177 guías educativos —72 hombres y 105 mujeres—. En el viaje inaugural —con presidente, gobernador y alcalde—, Ayurá no estaba en el mapa: la línea iba de Niquía a Poblado. Las redes de A y B funcionan en su extensión actual desde el 17 de septiembre de 2012. Los hilos se ramificarán: ya se oye a Romero anunciar cuáles puntos se unirán con el metro de la 80, la esperada línea E.

Al cierre de la jornada no todos los trenes regresan a los Patios de Bello. Algunos quedan en las estaciones. La marea humana deja tras de sí cédulas, pasaportes, sombrillas, gafas, loncheras, cascos. Los documentos ocupan la cima de las propiedades olvidadas. Se guardan por tres meses en Itagüí, San Antonio, Niquía y San Javier. Cumplido este plazo, los papeles se destruyen y los objetos se entregan a instituciones de caridad. En los vagones las fronteras de la economía y el espacio titubean.

El torniquete da la salida. Medellín es un millón de luces habitadas.

58
trenes transitan en hora pico en la Línea A.
3
millones de kilométros han recorrido los trenes del Metro en 26 años de labores diarias.

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