Sí, aquí tenemos a una persona que demuele a mano los edificios. Dijo la voz del hombre que contestó el teléfono del depósito de materiales de segunda. Y llamando a alguien allá, gritó: ¡Mielitaaa!
Mielita es el demoledor. Nos vemos días después en una de esas construcciones que están echando a tierra en Ayacucho, dos cuadras arriba de la iglesia del Sagrado Corazón, por donde pasará el tranvía.
Su nombre es Nelson Suaza Cárdenas. Viste camisa gruesa de color caqui que, si uno mira bien, tiene fragmentos de telarañas viejas en el hombro —esas tapias, esos techos de caña brava, usted sabe—, bluyines, zapatos cafés empolvados y casco amarillo.
¿Por qué lo llaman Mielita? Le pregunto, tras saludarlo por primera vez y empuñar su mano dura y áspera, como si fuera de material rocoso.
“Por dulce”. Contesta risueño y echa a andar adelante de mí hacia el interior de una de las tres viviendas que le encargaron demoler. No voltea a mirarme. Da instrucciones a los trabajadores que despegan las baldosas. Les ordena que recuperen solamente las granates, porque las amarillas están muy malas.
“Produzco miel de abejas angelitas y africanas, en Barbosa”, aclara.
Avanzamos a la parte de atrás de la casa. Pasamos por el lado de un hombre que levanta una almadana de 20 libras como si fuera apenas más pesada que una escoba. La alza sobre su cabeza con las dos manos y la deja caer balanceando su cuerpo y en el golpe se quiebra parte del suelo cercano al sitio que lo sostiene y hace temblar la tierra. Los fragmentos caen a un subnivel de la vivienda que se ve por el hueco que ya ha abierto. Mielita me brinda un casco y subimos al entejado para ver la labor de los desentejadores.
Mielita los sermonea sobre la necesidad de no desatarse del arnés y de no soltarse de la línea de vida. De lo contrario, les dice, llegan por aquí los de la EDU (Empresa de Desarrollo Urbano) “y me jalan las orejas es a mí”.
“¡En el cementerio caben muchos!”. Le ayuda uno de los trabajadores. Él complementa: “Después me queda a mí el problema con las viudas y los huérfanos”.
Cuenta que nació en Támesis. De padres agricultores, él, sin mayor estudio, ha sido dado a aprender de todo. “¿Construcción? También, pero no me gustó”. En Medellín tuvo negocio de barbería y peluquería, una cafetería y la venta de empanadas El Machetazo, “un negocio muy bueno, pero era como una cárcel de puertas abiertas: ¡Qué esclavitud!...”.
Echa agua con una manguera, para que los vecinos no se vayan a quejar del polvo.
Volvemos al primer piso. A nuestro paso, el hombre de la almadana, José Figueroa, hace una pausa y dice que el suyo no le parece un oficio rudo. “Es entretenido y variado. Llevo cuatro años trabajando al lado de Mielita. Antes era vigilante y cuando, aburrido, me iba a ir para Inírida, comencé en este trajín y me quedé”.