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Tumbando edificios con las manos

Un oficio rudo es el del demoledor manual de edificios. Aquí, la historia de Mielita.

  • José Figueroa lleva cuatro años trabajando en demoliciones, con Nelson. No cree que ese sea un trabajo rudo. FOTO Juan a. Sánchez
    José Figueroa lleva cuatro años trabajando en demoliciones, con Nelson. No cree que ese sea un trabajo rudo. FOTO Juan a. Sánchez
02 de agosto de 2015
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Sí, aquí tenemos a una persona que demuele a mano los edificios. Dijo la voz del hombre que contestó el teléfono del depósito de materiales de segunda. Y llamando a alguien allá, gritó: ¡Mielitaaa!

Mielita es el demoledor. Nos vemos días después en una de esas construcciones que están echando a tierra en Ayacucho, dos cuadras arriba de la iglesia del Sagrado Corazón, por donde pasará el tranvía.

Su nombre es Nelson Suaza Cárdenas. Viste camisa gruesa de color caqui que, si uno mira bien, tiene fragmentos de telarañas viejas en el hombro —esas tapias, esos techos de caña brava, usted sabe—, bluyines, zapatos cafés empolvados y casco amarillo.

¿Por qué lo llaman Mielita? Le pregunto, tras saludarlo por primera vez y empuñar su mano dura y áspera, como si fuera de material rocoso.

“Por dulce”. Contesta risueño y echa a andar adelante de mí hacia el interior de una de las tres viviendas que le encargaron demoler. No voltea a mirarme. Da instrucciones a los trabajadores que despegan las baldosas. Les ordena que recuperen solamente las granates, porque las amarillas están muy malas.

“Produzco miel de abejas angelitas y africanas, en Barbosa”, aclara.

Avanzamos a la parte de atrás de la casa. Pasamos por el lado de un hombre que levanta una almadana de 20 libras como si fuera apenas más pesada que una escoba. La alza sobre su cabeza con las dos manos y la deja caer balanceando su cuerpo y en el golpe se quiebra parte del suelo cercano al sitio que lo sostiene y hace temblar la tierra. Los fragmentos caen a un subnivel de la vivienda que se ve por el hueco que ya ha abierto. Mielita me brinda un casco y subimos al entejado para ver la labor de los desentejadores.

Mielita los sermonea sobre la necesidad de no desatarse del arnés y de no soltarse de la línea de vida. De lo contrario, les dice, llegan por aquí los de la EDU (Empresa de Desarrollo Urbano) “y me jalan las orejas es a mí”.

“¡En el cementerio caben muchos!”. Le ayuda uno de los trabajadores. Él complementa: “Después me queda a mí el problema con las viudas y los huérfanos”.

Cuenta que nació en Támesis. De padres agricultores, él, sin mayor estudio, ha sido dado a aprender de todo. “¿Construcción? También, pero no me gustó”. En Medellín tuvo negocio de barbería y peluquería, una cafetería y la venta de empanadas El Machetazo, “un negocio muy bueno, pero era como una cárcel de puertas abiertas: ¡Qué esclavitud!...”.

Echa agua con una manguera, para que los vecinos no se vayan a quejar del polvo.

Volvemos al primer piso. A nuestro paso, el hombre de la almadana, José Figueroa, hace una pausa y dice que el suyo no le parece un oficio rudo. “Es entretenido y variado. Llevo cuatro años trabajando al lado de Mielita. Antes era vigilante y cuando, aburrido, me iba a ir para Inírida, comencé en este trajín y me quedé”.

Paisaje de destrucción

Los lotes aledaños sostienen montañas de escombros, hierros retorcidos, trozos de ladrillos, de tejas, pedazos de pared, cañas, leños, bombillas rotas, fragmentos de loza, tubos de luz desalambrados y vencidos. Hay también arrumes de materiales recuperados: puertas, ventanas... “Esa teja tan cancerosa, no la ponga en el arrume, que la pagan a 200 pesos y no me vuelven a comprar”.

En la pared de una casa vecina se nota la distribución de otra demolida: paredes blanqueadas o pintadas de colores cambiantes de una pieza a otra: una azul, otra beige; allá, después del pedazo oscuro, parecía estar el baño, forrado en baldosín...

Lo primero que demolió Mielita fueron dos manzanas de talleres para la construcción del Parque de los Deseos, hace como quince años. Un ingeniero que una vez había estado en Támesis, lo reconoció cuando fue a pedirle el contrato de demolición, días después de dejar atrás las empanadas.

Lo retó: “si es capaz de tumbar esas dos manzanas en cuatro días, le doy el contrato”. El tamesino le dijo que, claro, que era capaz de hacerlo. Conformó una cuadrilla de decenas de obreros para lograrlo. El ingeniero se ausentó de la ciudad. Al volver, halló los altísimos arrumes de escombros listos para ser evacuados en volquetas.

Pico, almadana y cinceles: herramientas del rudo oficio de demoledor, que Nelson Suaza alterna con la poética labor de melero.

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