A las 11:00 p.m., cuando la mayoría de los habitantes de Cisneros, en el Nordeste de Antioquia, duermen, Sandra Cifuentes se levanta de su cama. En menos de 20 minutos se lava la cara, se calza las botas de caucho negras que le dio su papá. Toma en sus manos una carpa impermeable negra y una campana de hierro, heredada de una vecina.
A bordo de un mototaxi, recorre los pocos kilómetros que separan su casa del cementerio y, a las 11:25 p.m., se para frente a la reja que separa a los vivos de los muertos en este pueblo. Reza una oración en voz baja, entra y recorre todos los pasillos.
Ahí comienza el trabajo por el que nadie le paga: pasear las almas de los difuntos por las calles del pueblo, para recordarles a los vivos que con una oración pueden ayudarles a alcanzar el descanso eterno.
“Un padre nuestro por las benditas almas del purgatorio, por amor a Dios”, grita ella durante tres horas por las calles del pueblo, mientras dos perros callejeros la siguen y algunos curiosos miran por las ventanas.
Paseadores de muertos
Sandra es la animera de Cisneros. La única mujer en Antioquia que se dedica a este oficio, que no es reconocido como ritual católico, pero que se realiza en varios municipios en noviembre.
El padre Víctor Ubeimar Gutiérrez Zapata, párroco de Cisneros, explica que se trata de una tradición que pudo iniciar en el siglo XIX. “Se hace en algunos pueblos de Antioquia, no en todos. Es una iniciativa de los fieles que lo hacen por fe y como obra de caridad, y la Iglesia Católica lo respeta”, dice.
Según el religioso, las condiciones para que un pueblo tenga animero son pocas: un cementerio, una campana —que simboliza el llamado de Dios—, un traje que casi siempre es negro (aunque en algunos pueblos se usa blanco) y, sobre todo, alguien con la suficiente valentía como para entrar solo a un cementerio a la medianoche.
Sandra y el sacerdote coinciden en que para esto último es indispensable la fe. Ella lo hace por devoción, para que las ánimas la cuiden, pero también para pagar una promesa (retribuir un favor recibido) de la que prefiere no hablar.
Más rituales
Recorre las calles caminando a la mayor velocidad posible. Dice que el pueblo es muy grande y las ánimas deben volver a su sitio de descanso antes del amanecer. Solo toca la campana y pide a gritos los padrenuestros. No toma agua, no se seca el sudor, no saluda a nadie y casi siempre va sola.
En Belmira (Norte), Jesús Tobón también pasea las ánimas aunque por un tiempo menor, pues su pueblo es pequeño. A diferencia de Sandra, casi siempre sale acompañado de jóvenes que se unen a la oración o se interesan en el ritual.
“Nos repartimos por los barrios porque hay unas zonas más retiradas. Pero salimos juntos y volvemos juntos”, cuenta el hombre, quien aclara que en los últimos años se dejó a un lado la tradición de tocar las ventanas de las casas, porque la gente dijo sentirse atemorizada.
En Copacabana, el único pueblo del Valle de Aburrá que, según la Arquidiócesis de Medellín, conserva esta tradición, el recorrido toma dos horas y es presidido por Jesús Torres, a quien todos llaman “Chucho huevo”.
“Yo tengo 74 años y llevo 54 de animero. Este es el último año en que lo hago porque ya no me creo capaz. Esperemos que haya alguien que me reemplace el otro año”, dice el hombre.
Chucho es quizá el animero más conocido y más acompañado. En un recorrido cualquiera puede estar rodeado por entre 10 y 15 personas que responden a su cántico con el rezo del padrenuestro.
En San Pedro de los Milagros, Carlos Correa se encarga de pasear a las ánimas. Pero a diferencia de sus colegas, él viste con una túnica blanca en vez de capa negra.
En estos pueblos, las historias de fantasmas reviven cada noviembre. En San Pedro, por ejemplo, se hizo viral un video en el que se ve al animero caminando y varias sombras que parecen seguirlo. “Esas son las ánimas”, dijo Claudia Herrera, una de las ciudadanas que compartió el video.
En Cisneros tienen su propia versión, también grabada con celular: en ella aparece Sandra caminando sola, pero se escucha la voz de otra mujer. “Es un ánima pidiendo que recen por ella”, explicó Juliana Pérez, vecina del cementerio.
El padre Gutiérrez manifestó que estos casos son parte de las “leyendas urbanas” que la Iglesia respeta.
Todos quieren el cielo
En la religión católica se considera que las almas puras o justas van al cielo, junto a Dios. Por el contrario, quien hizo el mal queda privado de la presencia divina y por eso va al infierno.
Pero hay un punto intermedio. La antropóloga de la Universidad de Antioquia Sonia Serna asegura en su investigación ‘Devoción a las Benditas Ánimas del Purgatorio en Copacabana’ que los católicos creen en el purgatorio, “ese lugar a donde van las almas no demasiado culpables para merecer los suplicios eternos del infierno, pero tampoco lo suficientemente buenas para los encantos del cielo”.
Los animeros salen en noviembre porque la Iglesia decidió que el segundo día de ese mes se dedicaría a la oración para los fieles difuntos.
“La oración es la forma que tenemos de interceder por los difuntos”, dice el padre Gutiérrez y explica que el ciclo de rezo se cierra el 30 de noviembre con una misa en la que se llevan velas para simbolizar otra de sus creencias: la resurrección de los muertos