A la cuadra de los Ruiz* no se puede entrar por la calle principal. Ahí están parqueados dos bachilleres de la Policía vigilando que nadie entre ni salga con bolsas negras cargadas de voladores, tacos, chorrillos, silbadores, papeletas, soplonas, tortas y cuanto artefacto explosivo se haya estallado en el último siglo en el Valle de Aburrá.
Para entrar de compras a la vecindad de los Ruiz, que toda la vida han vivido uno al lado del otro un barrio al norte de La Estrella, hay que dar la vuelta por el parqueadero y lavadero de carros que queda en la cuadra de atrás y entrar gateando por una puertecita de madera improvisada que da con el patio interior de la vecindad.
Ahí, en ese patio, cinco generaciones han fabricado artesanalmente y vendido la pólvora de estruendo con la que en el Valle de Aburrá y en sus municipios más cercanos se coge cada tanto el cielo a tiros, como ocurrió en la noche del pasado 30 de noviembre, donde a la celebración de la alborada —que según la leyenda empezó en el 2003 como una celebración paramilitar— se le sumó la clasificación del DIM a la final del campeonato. También ahí, niños y adolescentes de varias generaciones del barrio han trabajado empacando explosivos durante las vacaciones de diciembre para comprarse el “estrén” del 24 o del 31.
Una vez adentro de la vecindad, de cada ventana y de cada puerta sale la dueña de la casa —son casi todas mujeres— a ver quién llegó y qué necesita, pues entre ellas se reparten el negocio. Una vende los chorrillos, otra las tortas, otra los tacos, otra los voladores. Todo empacado en papel kraft.
En la última alborada, dicen, la Policía jodió mucho, pues no solo les paró a dos bachilleres en la entrada de la cuadra sino que tuvo a patrulleros dando vueltas y revisando la entrada y salida de carros y motos. Sin embargo, cuentan que se vendió casi todo, “gracias a Dios”.
En La Estrella, el porte, la venta o la quema de explosivos está prohibida desde noviembre del 2020. Sin embargo, sigue y seguirá siendo durante varios años más, la primera respuesta a la pregunta de dónde comprar pólvora en el Valle de Aburrá.
Según datos de la Policía del municipio, en estos días de diciembre han puesto 12 comparendos relacionados a la pólvora. Cada una de estas multas es de 600 mil pesos. Con eso alcanza para tres voladores o para quince tortas de 16 tiros cada una.
En las casas de los Ruiz la pólvora sale de todos lados: hay cajas en las habitaciones, en los baños, debajo de las camas y encima, en los gabinetes de la cocina, en los armarios de la ropa. Los voladores están a 180 mil, el paquete de silbadores a 6 mil, las tortas a 40 mil, las papeletas y los tacos a 11 mil, pero los dejan a 10 mil. La pólvora luminosa —la que se tira en los conciertos de Bad Bunny y al parecer no asusta a los perros— está escasa por los contenedores que la traen de China y además no se vende tan bien como la otra.
De las Ruiz también eran las casetas que se hacían hasta hace muy poco a la orilla de la Autopista Sur, a la salida de Medellín, donde se exhibían desde castillos hasta años viejos, vacas locas o globos. Casetas que en algún momento superaron en número a los moteles en el municipio.
El negocio prosperó durante décadas, mucho antes de que la alborada se popularizara o de que Medellín y Nacional tuvieran barras bravas, gracias a las festividades religiosas, en especial las relacionadas con Nuestra Señora del Rosario, que en algún momento, cuentan los historiadores, llegó a tener más peregrinos que María Auxiliadora.
Ahora en el barrio, que ya adoptó como propio el apellido familiar, se reciben pagos en efectivo o por Nequi, y el consumo mínimo es de 100 o 150 mil pesos, para que valga la pena la agachada y el riesgo. Pero para no quedar como un chichipato hay que comprar de 500 mil pesos para arriba. “Aquí vienen con 2, 3, 5 millones”, cuenta una de las bisnietas de Armando Ruiz*, quien empezó con la tradición polvorera desde 1920 —mucho antes de que nacieran los Castaño o de que mataran a Escobar—, cuando se ganó un concurso de pirotecnistas en la Plaza Cisneros, donde hoy queda el Parque de las luces, en el centro de Medellín.
Desde ese día, hace ya más de un siglo, han salido de la cuadra de los Ruiz —y seguirán saliendo por esa pequeña puerta de madera que da hacia el lavadero de carros— los totes, las papeletas y los voladores con los que se han quemado cientos de ojos, miles de dedos y millones de pesos.
*El apellido familiar y el nombre del bisabuelo fueron cambiados.