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La historia (no oficial) de la huella judía en la formación de Antioquia

A lo largo de tres entregas rastrearemos este capítulo de la construcción de la identidad regional. Primera parada: el origen de una controversia.

  • El caleño Jorge Isaacs, que se quedó para siempre en Antioquia, pues su mausoleo se encuentra en el cementerio San Pedro, le dedicó a este pueblo el poema La tierra de Córdoba donde menciona la influencia judía. FOTO: JULIO CÉSAR HERRERA
    El caleño Jorge Isaacs, que se quedó para siempre en Antioquia, pues su mausoleo se encuentra en el cementerio San Pedro, le dedicó a este pueblo el poema La tierra de Córdoba donde menciona la influencia judía. FOTO: JULIO CÉSAR HERRERA
25 de mayo de 2021
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En el Testamento del Paisa, el repositorio de canciones, cuentos y adivinanzas, Agustín Jaramillo Londoño, el autor, dice que, pese a que recolectó cada frase de primera mano porque aquí llueven nuestros propios aguaceros, anota con precisión y destreza que esas nubes vinieron de remotas regiones: “En el arroyuelo que brota de mis montañas hay aguas que han bajado por el Sena, el Nilo y el Tigris”.

Los estudios genéticos confirman que el ancestro del pueblo paisa es una amalgama de troncos que conforman un diverso mestizaje, aunque desde la Colonia se promueve un viejo debate, según el cual, algunos de los patriarcas eran judíos.

Esa, que era una injuria en la época, no fue solo una invención lanzada al viento en los primeros años de la República. El aguacero, para hablar el idioma de Agustín Jaramillo, fue tan fuerte que terminó inundando el resto de siglos. A lo largo de tres entregas buscaremos los orígenes de ese pleito, las pruebas de lado y lado, la influencia y una foto de la actualidad.

Historia a galope de mula

Pero empecemos ubicándonos en ese cordón cronológico que nos pone en 1492, el año en el que la historia cambió para siempre. Fechado el 31 de marzo, los reyes católicos Isabel y Fernando expidieron el decreto de la Alhambra o edicto de Granada, que estableció un plazo de cuatro meses para que los judíos que no se bautizaran salieran del territorio.

El destino de los que no se convirtieron fue diverso, partieron hacia Génova, Nápoles, Inglaterra, Flandes o Portugal. De este último fueron expulsados cinco años después y emigraron al norte de África. Acogieron el nombre de sefardíes, derivado de Sefarad, la denominación en hebreo de España desde los días del medioevo. Los historiadores israelíes Yitzhak Baer y Haim Beinart calculan que los expulsados fueron entre 150.000 y 200.000.

El decreto coincidió con la llegada de Colón a América. Los conversos vieron la posibilidad de escapar a la persecución que no se detenía, aunque en el Nuevo Mundo fueron husmeados por la inquisición. A esta esquina del continente, según demostró un estudio del Grupo de Genética Molecular de la Universidad de Antioquia (2000), que veremos en la próxima entrega, llegó un número considerable de judíos, aunque es imposible determinar cuántos o quiénes, porque viajaban indocumentados hasta Cartagena.

Como allí se estableció un tribunal de la inquisición, no tenían más remedio que salir a volandas camino a Santa Fe o a Popayán, centros de abolengo, donde tampoco se les permitió la entrada. Sin otra opción, buscaron refugio en las montañas. La fragmentación institucional y religiosa les sirvió de escondite y, además, encontraron oro. La noticia se regó.

La historiadora estadounidense Ann Twinam, experta en la época colonial hispanoamericana, dice en su libro Mineros, comerciantes y labradores que entre 1650 y 1750, muchos miembros de la élite en Medellín debían ser conversos, a juzgar por sus apellidos: Álvarez, Velásquez, Correa, Mesa, Montoya, Restrepo, Calle, Gutiérrez, Pérez de Rivero, Piedrahíta, Saldarriaga, Sierra, Vélez, Betancur, Córdoba, Molina, Tamayo, Vásquez, Yepes, Díaz, González y Moreno, entre otros. “Casi la mitad de las familias localizadas en Medellín, 94 de 206, que aparecen en la obra de Gabriel Arango Mejía (Genealogías de Antioquia y Caldas) llegaron en ese siglo”, dice.

El centro de una diatriba

Todo ese relato corrió como agua subterránea. El cañaveral se empezó a agitar en las primeras décadas de la República. El floreciente espíritu mercantilista antioqueño desató una polémica nacional que terminó por poner sobre la mesa la filiación de sangre. A finales del siglo XVIII la actividad minera había presentado una decadencia debido a que se habían agotado las canteras más accesibles. Pese a ello, la extracción tomó un nuevo impulso entre 1830 y 1850 con la llegada de ingenieros alemanes, ingleses y estadounidenses que trajeron tecnología.

“La década de 1840 corresponde a la expansión de las inversiones antioqueñas en los mercados nacionales, lo cual pudo haber despertado los celos de la competencia, tal vez no tan bien financiada”, cuenta Twinam.

Apareció pues en 1844, en el periódico bogotano El Día, el primero de los señalamientos que abrió la reyerta. Decía: “¿Veis a esos solícitos y activos usureros, de rostro hebraico y corazón empedernido, amigos de su conveniencia y enemigos de la ajena, incapaces de complacer a nadie, ni aún a su misma familia? Pues separadlos bien y apostad mil contra uno a que descienden por línea recta de los miembros de esa raza deicida”.

Vinieron comentarios editoriales que calificaban a los antioqueños de “avaros, fraudulentos, villanos, barbudos, marranos, judíos y maiceros descendientes de los autores del deicidio”. El historiador Jorge Orlando Melo precisa que este era un prejuicio, una manera de hablar mal porque durante la Colonia ser judío era ser de mala sangre, de la raza maldita.

En 1868, el literato José María Vergara volvió a prender la hoguera al señalar que el entonces Estado de Antioquia había sido poblado por una colonia de judíos y lo justificaba por la semejanza entre algunos apellidos, la belleza de las mujeres y el carácter comercial innato. Siete años después, José María Samper denunció en el periódico La Unión Colombiana que Antioquia había negociado con el Gobierno federal el voto para elegir presidente de la Confederación a cambio de un millón de pesos, y que estaba servido por “israelitas políticos”, siendo el rabino supremo el gobernador Recaredo de Villa.

Y el cuento se fue regando en medio de ese debate árido de linajes y pureza. El punto álgido del cuento tuvo lugar en 1892. Con motivo del cuarto centenario de la llegada de los españoles a América, la delegada oficial de Colombia, Soledad Acosta de Samper, esposa de José María, pronunció un discurso en Huelva. En este presentó memorias sobre el establecimiento de hebreos en Antioquia en el que intentó explicar “un enigma, una cuestión etnológica que tantos escritores no han podido probar, que los historiadores no han dado luz ninguna sobre el problema por carecer de datos fidedignos”.

Se basó en una obra publicada en 1650 por el rabino Menasseh ben Israel y reeditada en 1881, en la que se sugería que en Antioquia vivía una colonia de judíos descubierta en 1642 por el hebreo Aarón Levi, también conocido como Antonio Montesinos. Este situó la supuesta colonia en el camino del río Nare, en la entrada desde el Magdalena al Oriente. Los judíos que supuestamente encontró Montesinos debieron arribar por el río Magdalena con Jiménez de Quesada, según sugiere Fabio Villegas Botero, autor de El alma recóndita del pueblo antioqueño.

Al final, Samper reconoce que es una idea vaga acerca de la llegada de judíos a Antioquia, aunque entrega una descripción de la que traemos algunos apartes: “Es una raza trabajadora, activísima, frugal, inteligente, muy dada a economizar, amantísima de la propiedad hasta sacrificar vida y comodidades para conseguir riquezas de las cuales no disfruta jamás, pues, con poquísimas excepciones, el antioqueño rico vive casi como el pobre”.

Y añade: “En los campos y en los caminos reales, en las casas que se encuentran a su orilla, los viajeros son recibidos como en los antiguos desiertos de Palestina, con mucha hospitalidad. Como en la tienda del beduino árabe, o en la casa del mufti turco, el huésped, en la habitación del antioqueño, es inviolable. (...) Como el hebreo, el antioqueño es deseoso ante todo de hacerse a dinero, se radica allí en donde puede negociar a su gusto y en breve se hace rico”.

Hay otro comentario relevante ya en los años 20 de Frederick Miller, el encargado del Instituto Rockefeller de Nueva York para la lucha antianémica en Colombia: “La población de Antioquia es casi toda de origen judío, pues fue allí donde se establecieron estos cuando fueron desalojados de España y, debido a la índole heredada de esta raza, han logrado que su departamento sea el primero en finanzas e industrias”.

Y qué se dijo acá

Ambientemos con algunos versos de Porfirio Barba Jacob: “Soy antioqueño de la raza judaica, gran productora de melancolía, y vivo como un gentil que no espera ningún Mesías o como un pagano acervo en la Roma decadente”.

El caleño Jorge Isaacs, que se quedó para siempre en Antioquia, pues su mausoleo se encuentra en el cementerio San Pedro, le dedicó a este pueblo el poema La tierra de Córdoba. Se pregunta: “¿De qué raza desciendes, pueblo altivo titán laborador, rey de las selvas vírgenes y de los montes níveos, que tornas en vergeles imperios del cóndor?”. Responde: “Has repudiado la ominosa herencia del ibero cruel: ni la labor es suya ni suya la belleza, que gala es de tus hijas y orgullo de Israel”.

Rafael Uribe Uribe intentó rebatir el señalamiento introduciendo una influencia vasca. El religioso José Gallego Osorio, en su libro País Vasco, País Paisa, cita al menos 447 apellidos con raíces del Norte de España que perviven en nuestra región y anota que existen características, ya manidas, como ser andariego, fundador, la palabra empeñada y la afición al juego, la religiosidad, la consistencia de la familia, la alta natalidad y el empeño autonomista en montañas pobres con subsuelo rico.

Sin embargo, Villegas Botero no le da mucho crédito a este frente: “Claro que a Antioquia vino un pequeño número de vascos, pero que estos, por sí solos, hubieran creado una idiosincrasia tan similar a la judía, es algo que sobrepasa los límites de la imaginación. La autoridad (de Uribe Uribe) hizo que este aserto se convirtiera en razón imbatible para negar el ancestro judío”, desmenuza.

Fue Gabriel Arango Mejía quien emprendió en su obra Genealogías de las familias antioqueñas una andanada para acallar las voces de la capital. Dice que el estudio que durante 50 años hizo sobre el origen de los primeros fundadores de las familias antioqueñas “me ha persuadido en absoluto de que ni rastro de judíos se encuentra en nuestros ascendientes y mucho menos de que éstos fueran criminales y presidiarios sin ley y sin Dios”.

El escritor Memo Ánjel, en un artículo publicado en El Eafitense en 2013, detalla que por estas tierras de montañas y de ríos pasaron y se establecieron sefardíes y moriscos, calvinistas y luteranos, que si antes habían convivido en España, ¿por qué no iban a convivir aquí? “Un Abraham se entendía bien con un Omar y una Raquel con una Zoraida. Y un Rigoberto con un Gildardo o un William. O un Darío, nombre de origen persa y muy usado por los masones. ¿Y de dónde las pequeñas parcelas y la arriería con mulas, prácticas de los moriscos en España?”.

A toda América llegaron muchas familias que descendían de judíos que se habían convertido pero, según el historiador Melo, eran cristianos, convertidos reales, como lo muestra Antioquia donde comían cerdo y atendían a los curas. Afirma que no hubo más conversos acá que en otras partes de América. Cuenta que ya a comienzos del siglo XX empezaron a llegar judíos, que trajeron hábitos comerciales nuevos: la venta a plazos o llevar las mercancías casa a casa. En otras partes de Colombia estos hábitos los trajeron sobre todo los árabes. Además, acota, algunos de esos judíos formaron fábricas intermedias de Medellín en los 30 y 40, como Tejidos Leticia.

Un libro reciente aborda todo este cuento. Se trata de Los Hijos de la Montaña: La leyenda judía (2019), de la investigadora Gloria Montoya, quien reseña que los rasgos atribuidos a ambos pueblos se realzan a partir de la Colonización antioqueña, con la fundación de pueblos, la consolidación de extensas familias para trabajar la nueva tierra, las costumbres frugales y el ahorro. “Esa forma fundacional es la que le da pie a ese ideario de que el antioqueño es conquistador y emprendedor, pero el del Oriente, el Norte o el Suroeste. El antioqueño de Urabá es diferente”, anota.

Pero guardemos tema y dejemos aquí. Ese es el abrebocas para la segunda entrega el próximo domingo, en la que hablaremos de cómo predominaron los conversos, se mezclaron las idiosincrasias, el hito de la Colonización antioqueña y los resultados de los estudios genéticos de las distintas estirpes que produjeron el mestizaje y que, como dice la historiadora Libia J. Restrepo, hicieron de Antioquia un territorio libre con gente de todos los colores.

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