Alos 25 años Carlos Mario Vasco sabía que se estaba muriendo aunque no entendía muy bien el extraño mal con el que nacían marcados los hombres de su familia. Sus padres no le decían nada pero él relacionaba esos mareos que le impedían ir a clases a la U. de A. con los que sufrieron dos de sus hermanos mayores y que terminaron en velorios cuando él tenía 8 y 12 años.
Sus viejos parecían destinados a enterrar a un tercer hijo hombre por un mal que no parecía tener cura y que los seguía desde Yolombó cuando se mudaron a Medellín.
“Yo sentía que tenía lo mismo que mis hermanos y sabía que me iba a morir”, recordaba el pasado viernes, caminando por los pabellones del Hospital San Vicente Fundación, cuando cumplía 30 años de la operación con la que le hizo el quite a la muerte.
Se abraza con su hermana, Clara Alicia, que vino desde Manizales, donde vive hace 25 años, para celebrar los 30 años del trasplante, de aquel 13 de junio de 1985.
“Él empezó a hincharse y estaba pálido”, cuenta Clara, a quien Carlos considera como su segunda mamá. Sabíamos que podía morir, la enfermedad era hereditaria, pero los médicos nos dijeron que había la opción de someterse a diálisis o un trasplante de riñón, lo que fue una luz para que sus padres pudieran evitar el tercer entierro de uno de sus hijos.
Un mal que se hereda
El síndrome de Alport es un mal hereditario. La mutación de un gen provoca la inflamación de los riñones. Se dañan los diminutos vasos sanguíneos que filtran la sangre para producir orina y eliminar los productos de desecho de la sangre.
Al principio no hay síntomas, pero con el tiempo se presenta sangre en la orina y disminuye la eficacia del sistema de filtración de los riñones. Muchas veces se pierde la función renal y se acumulan líquidos y productos de desecho en el cuerpo. El trastorno suele ser leve en las mujeres, incluso hasta no presentar síntomas. En los hombres son más graves y empeoran rápido. La afección puede progresar a enfermedad renal terminal entre la adolescencia y los 40 años.
La lotería
“Un día llegué a casa de mi hermana y le dije: Clara, ya me dijeron quién puede servir de donante”. “Esa lotería sí me la gano yo”, recuerda Clara que respondió. Sonríe, aunque para el día de la operación estaba nerviosa. Tenía 28 años, estaba casada y tenía un hijo de seis años. Pero también la responsabilidad de no dejar morir a su hermano.
De tres hermanos que se sometieron al estudio renal, fue la más apta para la operación. El esposo de Beatriz, una de las candidatas a ser donante, había advertido que no daría su consentimiento, por el riesgo al que se sometía.
“El día de la operación nos cruzaron en las sillas de ruedas, yo ya iba medio anestesiado, pero me acuerdo que la saludé al pasar: hola donante. No se me ocurrió nada más”, dice Carlos y se echa a reír.
Ella solo recuerda de aquel momento que cuando le pasó la anestesia, le preguntó al doctor por un dolor casi insoportable en el hombro. “¿Y cómo no le va a doler si usted estuvo cinco horas con ese brazo levantado?”, recuerda que le dijo el médico. Se levanta la blusa por un costado y muestra la cicatriz que le recuerda la operación, una línea que rodea bajo la última costilla casi hasta tocar la columna. “Yo estaba dormida, pero creo que eso es así: sacaban aquí y ponían allá”, dice señalando el mismo costado de su hermano. “Es mi segunda mamá, porque me volvió a dar la vida”, repite Carlos con los ojos encharcados.
Ayer no más
“Pero si eso fue hace apenas 30 años...”, repara el médico Mario Arbeláez Gómez, nefrólogo del hospital San Vicente desde el tiempo de la cirugía. Revisa entre sus archivos la historia clínica de Carlos.
Anota que el primer trasplante de riñón que se realizó en la institución fue en 1973 —los hermanos de Carlos murieron en 1968 y 1972 sin tener esta posibilidad—. “Entonces ya llevábamos 12 años y una buena cantidad de trasplantes. Pero era muy distinto a hoy por los medicamentos, las ayudas diagnósticas. No había ni tomografía, ni ecografía ni resonancia magnética”, explica el médico.
Tampoco cualquier persona podía acceder a un trasplante. Aparte de los vinculados a los servicios médicos de los maestros, de EPM (el padre de Carlos era obrero de la empresa), de la Policía, la Caja Nacional o la Caja Departamental, las familias no reunían los recursos para pagar el procedimiento.
Reconoce que Carlos ya ha superado el promedio de vida después de un trasplante de este tipo, que está entre los 18 y los 20 años después de la intervención. “Aunque tenemos pacientes que están vivos, operados en 1977 o 1970”, anota.
Y Carlos Mario Vasco, administrador de empresas, docente del Politécnico Jaime Isaza Cadavid, aún tiene cuerda para muchos años más. Padre de una hija de 26 años, abogada, decidió practicarse una vasectomía para cortar la posibilidad de propagación de la enfermedad que lo tenía marcado.
Fiesta
“Clara María, cuando se alivien bien, hacemos una fiesta. A los hombres, que les gusta, les compramos wisky y nosotras tomamos piña colada”, recuerda Clara que le dijo su mamá, Alicia Suárez, a los pocos días de la operación. Esa fiesta familiar será hoy, para celebrar la vida, aunque ella ya no los acompañe y Clara quiera tomarse al menos un ron.
La mujer que no quería tener que enterrar a un tercer hijo suyo, murió cuando se cumplía un mes del trasplante. Una trombosis se la llevó a los 54 años, el mismo día en que cumplía 40 de casada. “Yo creo que murió de felicidad, de verme vivo”, concluye Carlos Mario, el sobreviviente.
18-20
años es la expectativa de vivir en promedio luego de un trasplante de riñón.