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Tres de los que dejaron su huella en el corazón de Antioquia

  • Benedikta Zur Nieden, Luz Castro de Gutiérrez y Pablo Tobón Uribe, tres filántropos cuyo legado persiste en Medellín.
    Benedikta Zur Nieden, Luz Castro de Gutiérrez y Pablo Tobón Uribe, tres filántropos cuyo legado persiste en Medellín.
  • En 1990, la Gobernación le concedió el título de La Hija ilustre de Antioquia.
    En 1990, la Gobernación le concedió el título de La Hija ilustre de Antioquia.
  • Entre su legado más importante está el Hospital General de Medellín, la IPS pública más importante de Antioquia.
    Entre su legado más importante está el Hospital General de Medellín, la IPS pública más importante de Antioquia.
  • Aunque era uno de los hombres más ricos de Medellín en la mitad del siglo XX, aportó a la cultura, la salud y otros frentes.
    Aunque era uno de los hombres más ricos de Medellín en la mitad del siglo XX, aportó a la cultura, la salud y otros frentes.
06 de febrero de 2022
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Esta es la historia de tres personas que donaron sus fortunas para que se construyeran hospitales, colegios, teatros, bibliotecas y museos, con la única meta de impulsar el desarrollo social y cultural de la emergente clase trabajadora de la ciudad de mediados del siglo XIX. Sus donaciones, aún vigentes, son testigo de una vida de servicio.

Benedikta Zur Nieden

Por JUAN DIEGO ORTIZ JIMÉNEZ

Delante del alcalde, en el gran salón de los frescos de Pedro Nel Gómez del palacio municipal de Medellín, la esposa del empresario más rico de la ciudad renunció a su nacionalidad y juró trabajar hasta el fin de sus días por esta tierra, en la que su vida estuvo marcada por la beneficencia y la desgracia.

— No es fácil firmar un cambio de tal naturaleza, no se trata de ninguna infidelidad contra mi patria, pero hay situaciones en la vida que exigen entregar derechos. Por mi esposo y mi niña estoy atada a este país hasta que termine mi vida, juró.

Nacida en 1910 en Herscheid, en Alemania central, Sophie Benedikta Zur Nieden estudió Bellas Artes en Berlín. Un aleteo de mariposa le atravesó Antioquia en su destino. Era la noche del baile en los carnavales benéficos de estudiantes que se hacían cada febrero en Berlín cuando se encontró con la mirada de un hombre serio que estaba vestido de esmoquin, con una flor blanca de papel en el ojal. Amor a primera vista. Era Diego Echavarría Misas, hijo del fundador de Coltejer y heredero de la familia más próspera de la época en Medellín, impulsora del negocio de la energía eléctrica y de los textiles.

Dos años después zarparon en un trasatlántico de la línea Hapag para radicarse en Colombia. A su llegada, compraron una hacienda en la media loma de Itagüí, que Diego bautizó Ditaires, en honor a su esposa: los Aires de Dita.

Desde entonces, el matrimonio empezó una carrera meteórica en favor de obras benéficas para el bienestar de la emergente clase trabajadora. Ni las desgracias familiares los frenaron. Dita y Diego trascendieron la beneficencia habitual de sus tiempos, a hospitales y orfanatos, y dedicaron su fortuna a la educación y cultura. Primero fundaron una biblioteca y un hogar infantil en Itagüí, construyeron una clínica de maternidad y un asilo en San Antonio de Prado, y donaron los terrenos para una escuela de artes y oficios.

En 1990, la Gobernación le concedió el título de La Hija ilustre de Antioquia.
En 1990, la Gobernación le concedió el título de La Hija ilustre de Antioquia.

Entonces llegó la desgracia a la familia que ya vivía en un castillo en las lomas de El Poblado. Inspirado en las fortalezas medievales del valle del Loira en Francia, esta fue la casa de campo de José Tobón Uribe, médico y fundador de la farmacia Pasteur. Tras su fallecimiento, Diego y Dita compraron el castillo, lo ampliaron y lo decoraron con obras de arte de todas las latitudes.

No lo pudieron disfrutar porque Isolda, su hija, murió repentinamente en 1967, a sus 19 años, aquejada del síndrome del Guillain Barré. Fue enterrada en el mausoleo familiar del cementerio San Pedro, en una ceremonia que conmocionó a la villa. Sin reponerse aún de la pérdida, llegó el golpe definitivo. En agosto de 1971, en la entrada del Castillo, Diego fue secuestrado por la banda del Mono Trejos, y mes y medio después, su cuerpo apareció en una finca cercana al barrio que hoy lleva el nombre de su padre, Alejandro Echavarría. Su familia nunca cedió a las extorsiones.

Cualquiera en su lugar se hubiera ido, sin embargo, Dita concentró las fuerzas que le quedaban para impulsar la educación. Abrió la biblioteca Isolda Echavarría en Barbosa, así como una escuela pública con el mismo nombre en Itagüí. Fundó el Colegio Alemán en un terreno de su finca Ditaires y el resto del terreno lo entregó al Hospital San Vicente de Paúl; luego regaló el Castillo para que se convirtiera en museo.

Se le recuerda por la creación del instituto musical que llevaría el nombre de su amado y por la reinauguración de la Orquesta Sinfónica de Antioquia. De su fortuna también se beneficiaron jóvenes con talento musical que recibieron becas, entre los que se cuentan la pianista Blanca Uribe y el director de orquesta Andrés Orozco.

La pedagogía Waldorf es otro de los legados de Dita. Creó un colegio, un centro humanístico y una revista para que se conociera el modelo, además, financió estudios en el exterior de normalistas para difundirlo.

La Hija ilustre de Antioquia, título concedido por la Gobernación en 1990, pasó sus últimos años en Alemania hasta que murió el 29 de diciembre de 1998. Su única patria fue la filantropía, mientras sus aires todavía soplan en la media loma.

Luz Castro de Gutiérrez

Por JACOBO BETANCUR PELÁEZ

Preservada en un pequeño marco de madera, una hoja amarillenta aún guarda apartes del pensamiento que por más de ochenta años defendió la fundadora de la primera clínica de maternidad de Medellín. Sosteniéndola en sus manos como un tesoro, Fresia y Sonia Gutiérrez leyeron de viva voz un fragmento de la vieja página, en la que, con una cuidadosa y apretada caligrafía, su madre resumió la filosofía que defendió en vida.

“La caridad no admite reglamento y aquel que la limita y ponga tasa está con mi doctrina en desacuerdo. No sobra nunca el bien que se practica, como nunca es perdido el que se haga. Y toda noble acción, por leve que parezca, es un paso hacia Dios que se adelanta”, dice el papel, en donde Luz Castro de Gutiérrez aludía a las enseñanzas de San Juan.

La escena, que quedó registrada en un documental televisivo —poco tiempo antes que Fresia falleciera en el mismo hospital fundado por su madre — es uno de los testimonios que revelan el talante de una de las heroínas de la historia de Medellín.

Recordada por su amplia sonrisa y su carácter obstinado, Castro de Gutiérrez nació en Medellín el 8 de enero de 1908. Tras dedicarse a la crianza de sus hijos por casi dos décadas, abandonó las tareas del hogar y emprendió una cruzada sin parangón.

Cuestionada por las adversidades de las mujeres gestantes para acceder a los servicios de salud, y en una época en donde un solitario Hospital San Vicente de Paúl se quedaba corto para esa atención, comenzó su lucha en un antiguo caserón ubicado en la carrera Palacé, entre las calles Amador y Maturín.

Entre su legado más importante está el Hospital General de Medellín, la IPS pública más importante de Antioquia.
Entre su legado más importante está el Hospital General de Medellín, la IPS pública más importante de Antioquia.

Tocando puertas sin descanso y recaudando fondos, en 1943 Castro fue la artífice del nacimiento de la Clínica de la Maternidad, que en su etapa inicial solo contó con 20 camas y una camilla usada como mesa de partos.

Coperas y saloneras del antiguo Guayaquil, mujeres de familias obreras y de todos los orígenes fueron las beneficiarias del revolucionario lugar que, a causa de la estrechez, pronto se quedó corto.

En medio de esa adversidad, fue también Castro la voz que logró convencer al alcalde de la época, Eduardo Fernández Botero, de destinar un lote abandonado en el barrio Sevilla para construir la primera sede de la clínica, que pese a ser inaugurada con júbilo un 12 de octubre de 1948, fue vendida un año después al recién creado Seguro Social.

Tras un desalojo que costó lágrimas y pesadumbre, Castro de Gutiérrez no dio su brazo a torcer y volvió a lanzar una campaña para recaudar. Tocando de nuevo la puerta de industriales y comerciantes, logró lo que entonces parecía imposible: recaudar 150.000 pesos de la época y lograr, por segunda vez, el visto bueno de la alcaldía para hacer un nuevo edificio, que terminó costando 800.000 pesos e inaugurado el 19 de marzo de 1954.

Además del legado de esa institución, convertida hoy en el hospital público más importante de Medellín, Castro también dejó un legado político, liderando desde el Concejo de Medellín —dominado por los hombres— su lucha por el cuidado del otro.

Instituciones como el Comité Privado para Asistencia en la Niñez y la Asociación Antioqueña de Voluntariado, entre otras, también hicieron parte de sus logros.

Además de vivir en los miles de medellinenses que nacieron en su clínica, su legado también sobrevive en quienes guardaron un recuerdo de su sonrisa y fueron partícipes de una revolución que marcó una nueva era de la salud pública de Medellín.

Pablo Tobón Uribe

Por EDISON FERNEY HENAO

Hasta los pecadores se sacudieron de sus culpas gracias a Pablo Tobón Uribe. Las campanas, confesionarios y custodia que recibieron a los feligreses en la Catedral Metropolitana fueron donación de aquel médico acaudalado que jamás ejerció. Otras iglesias, y la ciudad entera, bebieron de su generosidad: su espíritu dadivoso, según la historia y quienes le conocieron, no supo ensordecer ante las necesidades de su tiempo.

Mientras dedicaba sus tardes a pasear en taxi por la avenida La Playa, pues los atributos de los carros no supieron conquistarlo, el hijo del médico Fermín Claudio Tobón y María de Jesús Uribe pensaba en los menos favorecidos. Como cívico, benefactor y amante del progreso, pese a sus maneras excéntricas, lo describen los textos sueltos en los que gastaron tinta para retratarlo.

Aunque tenía plata, nadie lo sacaba de la misma banca del Parque Bolívar, en la que terminaban sus paseos vespertinos. Allí participaba de tertulias sobre política y negocios, cosa que se le daba como a ninguno. No en vano fue uno de los ricos más ricos de Medellín en la mitad del siglo XX, al ser accionista principal de la Colombiana de Tabaco y la Cervecería Unión.

— ¿Pablo? Él era tranquilo. Sobre todo muy dado a la gente y generoso —cuenta María Eugenia Tobón, su sobrina, quien todavía vive—.

— Sí. Algunos dicen que era un rico sabio —comenta el periodista e historiador Luis Alirio Calle—: un médico que hacía más como benefactor de la salud que como médico.

Voraz para los negocios, pero jamás indiferente a la cultura, era visitador frecuente de los teatros Bolívar y Junín, último que el tiempo —y el progreso que él mismo adoró— se llevó. “La vida y la cultura las he estudiado a través del teatro”, decía Tobón Uribe, quien deseaba que las gentes de escasos recursos tuvieran acceso, por igual, a cultura y salud.

De esa ilusión nacieron dos hospitales que marcaron el rumbo de la ciudad y que, pasado más de medio siglo, todavía le prestan servicio: uno para el alma, dedicado a calmar a los espíritus inquietos y presurosos, y otro para el cuerpo, abocado a evitar que la vida terrenal se evaporara.

Aunque era uno de los hombres más ricos de Medellín en la mitad del siglo XX, aportó a la cultura, la salud y otros frentes.
Aunque era uno de los hombres más ricos de Medellín en la mitad del siglo XX, aportó a la cultura, la salud y otros frentes.

El primero fue un teatro y se levantó sobre la avenida La Playa, en el sector conocido como Quebrada Arriba, con el nombre completo de Tobón Uribe, su principal benefactor. Este puso un plante de un millón de pesos, que fue vital para completar los recursos juntados por el Municipio y la Nación.

— Don Pablo fue muy importante hace 70 años para el nacimiento de nuestra institución —expone Juan Carlos Sánchez, director del teatro desde hace cinco años —. Su apuesta dio frutos, pues muchas personas de estratos 1, 2 y 3 han disfrutado de este centro cultural gracias a su donación.

Además de regalar plata para el teatro, en su testamento escrito en tres hojas de papel sellado, el médico que no ejerció dejó clara su voluntad en 1953: la mayor parte de su fortuna debería ir a parar a la Fundación Hospital Pablo Tobón Uribe, que se encargaría de construir, administrar y sostener un hospital al que tuvieran acceso los más desfavorecidos.

Para eso dispuso de más de cinco millones de pesos y de la casa amplia que ocupó entre La Playa y Maracaibo, en la que propuso construir otro teatro con sala de cine para pagar el funcionamiento del hospital. Aunque esta finalmente se vendió, la plata recogida sirvió para cerrar el negocio que permitió en 1970 abrir las puertas del centro de salud.

— Él logró contribuir, ayudar desde el cuidado de la salud, para hacer más plena y llevadera la vida —sostiene Andrés Aguirre Martínez, director del hospital Pablo Tobón Uribe—. Le dolería ver la crisis económica que padecen los sectores de la cultura y la salud.

Contar con un teatro de fácil acceso en el Centro y abrir un hospital en el Occidente para la clase obrera —donde terminaron los restos de su principal benefactor— fue un quiebre en la historia de la ciudad que facilitó este rico sabio. Esos dos espacios, en voz de Juan Carlos Sánchez, han sido vitales para el relato hasta ahora construido.

— Son pocas las personas que logran entender que, antes de morir, mucha de la riqueza conseguida puede tener una finalidad social importante. La capacidad de don Pablo para leer el momento histórico de la ciudad, y apoyar procesos que luego serían vitales, fue mayor.

Y es que hasta los pecadores se sacudieron de sus culpas, bajo las lámparas que donó un hombre rico que no gustaba de los carros, los viajes y quien, en sus últimos días, aborreció el timbre de la casa que también regaló. Un personaje excéntrico, sin duda, pero dadivoso, que no supo ensordecer ante las necesidades de su tiempo.

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