Diario de Íñigo

30 de septiembre de 2012. La ciudad del cinéfilo marquillero.

Muchas veces mi programa de las noches de sábado es verme tres películas. De las pequeñas torres de DVD’s sin verme que hay apiladas tengo mucho para escoger. Y en lugar de ir disminuyendo, tanto las torrecillas como su tamaño, cada semana llegan más películas por ver. El problema es que entre todo ese material, que ya de alguna manera fue seleccionado para adquirirlo, es posible que haya películas muy buenas, otras muy malas y unas más apenas pasables. Parte del encanto de esa jornada está centrado en la buena o mala suerte que se tenga con las tres seleccionadas.

Por eso, siempre intentando hacerle trampa a la mala suerte, trato de ir a la fija y escojo al menos dos de las películas por sus directores. No obstante, ya lo han advertido varios críticos sobre esa excesiva fe que muchos tenemos en el cine de autor y en la premisa de que si es un buen autor y de prestigio, pues entonces cualquiera de sus películas será de calidad. Este sábado pasado, como quería ir más a la fija que nunca, escogí dos por el director y una, que era un clásico, por sus estrellas. De Patrice Leconte admiro casi toda su obra: El marido de la peluquera, Monsieur Hire, Íntimos desconocidos y, sobre todo, el hombre del tren, están en la lista de mis películas favoritas. Pero La guerra de las misses, la cinta de este sábado, es una tibia comedia que me decepcionó. Entonces el clásico corregiría esa sensación. Montgomery Clift y Liz Taylor bien podían ser garantía de que Un lugar en el sol fuera la gran película de la que muchos hablaban. Me aburrí mucho con este predecible melodrama. Así que Michael Winterbutton sería la vencida, pero su Wonderland, sin ser una mala película, no me entusiasmó como sí lo hicieron otras suyas como Bienvenido a Sarajevo, 24 hours party people o El asesino dentro de mí.

Me puse de marquillero con el cine y salí abofeteado. Que eso me sirva para recordar lo que desde hace tiempo tengo claro: hay que amar y ser fiel a los autores que nos gustan, pero también debemos cuidarnos del culto a la personalidad. Hoy veré una película. Pero no miraré títulos, premios, nacionalidad o directores. Partiré una de esas torres por la mitad, voltearé boca abajo el fajo de discos que me quepa en la mano, lo barajaré un poco y tomaré una. Sin verla la meteré en el aparato y me dejaré sorprender por la primera imagen.

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