Ema, de Pablo Larraín

O la danza del fuego

Oswaldo Osorio

ema

Imposible hacer la cuenta de todas las películas que empiezan con la pérdida de un hijo, el subsecuente drama del duelo y el inevitable deterioro del matrimonio en cuestión. Pero que esa pérdida haya sido por decisión de los padres, es una vuelta de tuerca cargada de implicaciones que transforman sustancialmente un conflicto tan recurrente. Con este material Larraín logra una historia inesperada y sinuosa en sus pretensiones y soluciones, razón por la cual sus resultados son ambiguos e irregulares.

En estos tiempos sin salas de cine, se estrenó en la plataforma Mubi (que tiene una buena oferta para la cinefilia más exigente) la última película de quien es, sin duda, el director más importante de la última década en Chile. El autor de Tony Manero, Post morten, No, El club y Neruda esta vez, a diferencia de todos estos títulos, cuenta una historia más intimista y distanciada del contexto chileno: Ema y su esposo devuelven el niño que habían adoptado, esto luego de un trágico accidente en el que este le quemó la cara a su tía.

La diferencia entre perder un hijo y devolverlo es que la tristeza se cambia por un odio latente entre esa pareja que todavía parece que se ama. Entonces los ires y venires emocionales y afectivos de este matrimonio marcan el fluctuante tono de un relato que pasa del drama conyugal y la búsqueda del amor en otras personas al gesto rebelde y liberador de una joven que parece conducirse por otros valores morales y sociales.

Y en este sentido, entra en juego la cuestión de la empatía con la protagonista, ese proceso de identificación con esta al que cualquier espectador se ve impelido en todo relato. Larraín y sus coguionistas parecen ponerse de parte de ella, pero la relatividad moral suya puede hacer dudar al espectador sobre esa identificación. Entregó a su hijo, pero luego se obsesiona por recuperarlo; ama a su esposo, pero luego practica el amor libre; es una cálida profesora de danza para niños, pero luego sale en actitud anárquica a prenderle fuego a Valparaíso.

Por esta razón, no queda muy claro qué es lo que quiere decir la película, porque puede leerse como una crítica a la volubilidad y desorientación de la juventud actual, o también como una colorida y danzarina oda al espíritu trasgresor y libertario de esta generación. O tal vez se trata de las contradicciones sociales y morales de nuestro tiempo, las cuales se pueden ilustrar con los argumentos a favor y en contra que sobre el reguetón se platean en una de las escenas.

El final de esta historia es definitivo para decantarse por alguna de estas posibilidades (o para embrollarse más). Un final que, sin tener que revelarlo, también ofrece diferentes opciones, pues puede resultar tan insólito como rebuscado, o también puede verse como una fábula proclive a promover otras concepciones del amor y la familia. Lo cierto es que por esta película no se pasa impune, porque de alguna manera, para bien o para mal, afecta, repele, atrae, disgusta, cuestiona, aclara o confunde.

 

 

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