Hasta los huesos, de Luca Guadagnino

Los dientes de caperucita

David Guzmán Quintero

 

He de confesar que hay ocasiones en las que la predisposición generada por la emoción de ver lo último de alguien a quien admiro, se impone, se resiste sorda y obstinadamente ante lo que en realidad es el filme. Tras amar profundamente Llámame por tu nombre (2017) y el modesto y críptico The staggering girl (2019), esta predisposición se apoderó de mí al asistir a Hasta los huesos (2022). Dicha emoción se disolvió por completo transcurridos diez minutos de película. Y es que parece que, a falta de nuevos clichés, Hollywood ha estado optando por reciclar unos anteriores. Esto ha tenido buenos y malos resultados. Por un lado, está El misterio de Soho (2021), que, sin ser la película del año, resulta una mezcolanza de clichés (de todo tipo de cine: el horror de Serie B, las películas de adolescentes de Disney, etcétera) bastante interesante, que, al final, resulta siendo completamente entendible que la audiencia quede dividida entre a quienes les parece más de lo mismo y de la misma forma y quienes valoran una reutilización de los dispositivos. Podemos hablar también de Licorice Pizza (2021) y una reinterpretación profunda de los filmes románticos, o de El callejón de las almas perdidas (2021) y una adaptación de los relatos fantasmagóricos y el noir con la siempre impoluta Cate Blanchett como una femme fatale. De nuevo: resulta siendo completamente entendible que la audiencia quede dividida. Ahora, por otro lado, está Hasta los huesos, haciéndole todo un honor a su nombre, pues, en efecto, es un todo un hueso.

En las tendencias que hacen parte de los clichés que constituyen este relato, consideremos:

Primero: por allá entre los cuarenta y los cincuenta hubo una pequeña (minúscula) tendencia en el cine gringo; esta época está marcada por un contexto posguerra en el que los y las jóvenes comenzaron a rebelarse en contra de la (concepción que se tenía de) familia, lo que devino en el movimiento jipi y, a partir de Woodstock, en un profundo temor hacia la juventud; en el cine, esto se tradujo en una suerte de antropofagia que encontramos en filmes como La soga (1948) e Impulso criminal (1959); estos dos relatos tienen en común un inexplicable (o con una explicación nimia) impulso asesino en dos muchachos jóvenes, bellos y burgueses como protagonistas, entre los cuáles se desarrollan unas relaciones de poder que son claramente interpretadas como homoerotismo. Segundo: un filme igual o más influyente que Ciudadano Kane (1941), Sin aliento (1960), a partir del cual se popularizó el road movie en Estados Unidos, específicamente entre 1967, con Bonnie and Clyde, y 1973, con Malas tierras; entre estos dos títulos podemos mencionar una gran cantidad de filmes, generalmente protagonizados por Warren Beatty, Jack Nicholson o Al Pacino; y ese ímpetu de rebeldía que caracterizaba al viaje de los personajes, empezaría a popularizarse más o menos una década antes con James Dean como Jim en Rebelde sin causa (1955).

Teniendo en cuenta lo anterior, el argumento de Hasta los huesos pretende ser el mismo de dos desadaptados que se enamoran en lo que hacen un viaje que atraviesa varias ciudades, en este caso, desde Virginia hasta Michigan. Y acá entra la tercera tendencia: el folletín, un género vetusto que desde hace rato huele a cajón, ya un poco anticuado incluso para Lo que el viento se llevó (1939). Y es que, a diferencia de los ejemplos del primer párrafo, Hasta los huesos, además de hacer lo mismo, lo hace de la misma manera, que es muchísimo peor, y entre eso y esa inclinación de Guadagnino hacia lo vintage (que, en este contexto, se antoja mandado a recoger), el relato exuda una melosidad empalagosa desagradable, que incluso como un contrapunto de un argumento sobre caníbales, es una estrategia disonante que acaba terminando de enterrar al filme, desviándolo de “dos desadaptados que se enamoran” a “pobrecitos desadaptados”.

El guion es escrito por David Kajganich, cuyo primer trabajo como guionista fue Invasores (2007), protagonizada por Nicole Kidman y Daniel Craig, la cuarta adaptación cinematográfica de la novela de Jack Finney, Los invasores de cuerpos, que iba sobre unos aliens que llegaban a la tierra y copiaban a la perfección la apariencia física de las personas; la primera adaptación de esta novela, dirigida por Don Siegel en 1956, fue un ataque en forma de parábola al Macartismo; la segunda (Phil Kaufman, 1978), parecía tener algo que decir sobre Watergate; la tercera (Abel Ferrara, 1993), parece tener algo que ver con el Sida; y la cuarta, dada la incapacidad de pensar algo sobre el contexto social de entonces (porque habían referencias que lo sugerían pero no daba pie con bola), quedó diciéndonos algo sobre la incapacidad de Kidman para gesticular tras aplicarse tanto botox; sobre este filme, Roger Ebert escribió que el elenco hizo lo que pudo con un diálogo que difícilmente puede ser hablado y una trama que admitimos que debe ser inverosímil pero no hasta el punto de eclipsar con una versión de la revista Mad (revista de humor gringa). Su tercer guion fue Una historia real (2015), basado en otra novela de ciencia ficción, esta vez de Michael Finkel; tampoco parece ser una obra maestra. Y luego empezaría sus colaboraciones con Guadagnino: Cegados por el sol (2015) un remake de un filme de 1969 de Jacques Deray titulado La piscine, Suspiria (2018) otro remake del filme homónimo de 1977 de Dario Argento y Hasta los huesos, basado en la novela homónima de Camille DeAngelis.

Esta novela parece desarrollar una trama de horror a la par de un relato coming-of-age, de este último no queda ni rastro en la adaptación. Igual que en los comentarios que ha recibido por sus anteriores guiones, esta trama de Kajganich sapotea varios temas que pasan sin más, como la exclusión de la que son víctimas los Devoradores por un comportamiento aparentemente heredado, los cuestionamientos éticos de Maren sobre el comer humanos, el que la relación protagónica “prohibida” ya pase de ser homosexual a interracial o, así mismo, el que hayan decidido que Maren (Taylor Russell) fuese una chica negra. (Y no me vengan con ese discurso de “normalización”, que solo se ha implementado como una estrategia extractivista que involucra la invisibilización de una violencia sistemática, lo que es, al mismo tiempo, violencia también; y más en un país como Estados Unidos.) Y narrativamente también podemos hablar de esa escena por la mitad del filme en la que nos explican la premisa del relato (por si es que está demasiado intelectual), el haber mencionado que Sully (Mark Rylance) se comió a la hermana de Lee (Timothée Chalamet) o la inclusión de ese mismo personaje de Rylance que se inscribe como un comodín al aparecer unas tres o cuatro veces en pantalla y se supondría que eso debería ser suficiente para justificar su presencia en la escena final en la que intenta comerse (o matar, o violar) a Maren para darle una puñalada a Lee, dejarlo agonizando y este le diga a Maren que se lo coma.

Por su parte, desde el reconocimiento bien ganado por su papel en El puente de los espías (2015), Mark Rylance, con algunos filmes perfectamente omisibles, ha destacado por su capacidad de interpretar personajes insondables, con una complejísima profundidad dramática, en cuyos silencios y discurso meditado se entrevé un actor que bien sabe dónde poner a la audiencia, cómo y en qué momento. Este rol no es la excepción, hace un buen trabajo a partir de un mal guion y resulta siendo el que descuella de la parte actoral. Porque, aunque no está mal y opuesto a la imagen con la que se está erigiendo, Timothée Chalamet está lejos de ser el mejor actor del mercado hollywoodense, está lejos de ser mejor actor que, digamos, Adam Driver; es un actor al que cuestionablemente se le puede adjudicar esa etiqueta de “versátil” que tanto se le atribuye: obtiene un amplio crisol de papeles, sí, pero todos interpretados con la misma inmadurez e impasibilidad; el resultado no es necesariamente malo, de hecho, hay algunos buenos momentos (como cuando seduce a un chico en una feria o cuando le cuenta qué pasó con su padre a Maren) en los que se genera una tensión digna de resaltar entre la intensidad de la situación y su interpretación despreocupada y jovial. Y definitivamente lo peor del elenco es Taylor Russell, con una actuación que fácilmente pudo haber dirigido Chespirito, de interpretación infantiloide cuando no posuda, apelando a los lugares más comunes para lograr comunicar los propósitos dramáticos de la escena, como el gagueo para hacernos entender que está mintiendo.

Como la actuación de Russell, así mismo, Hasta los huesos está plagada de lugares comunes por doquier. Ese fácil uso recurrente, de ya como seis décadas de trasnocho, del plano-contraplano para salir rápido de algunas escenas, los movimientos de cámara funcionales (con algunas excepciones estéticas), el clímax con un gran plano general que nos deja ver la hora mágica de fondo y el tratamiento de color, que, aunque bien ejecutado, desde Joker (2019), el azul-naranja o el naranja-verde parecen ser ya presets obligatorios de cada filme gringo (también lo podemos ver en El callejón de las almas perdidas). Aunque en el campo fotográfico bien vale la pena resaltar el dominio preciso que se tiene sobre la profundidad del encuadre: pasamos de un momento como el de Maren hablando debajo de la mesa con una amiga en el que se ven algunos objetos sobre la mesa en el contracampo, a los planos cerradísimos, sin profundidad alguna o fondo plano, para resaltar la mirada de Chalamet seduciendo al chico de la feria.

Y el lugar común más insoportable: la lastimería. Acá la encontramos en dos dispositivos, ambos sonoros. Uno: el de la grabación que su padre le deja a Maren, que nos lo revelan esporádicamente a lo largo del relato (otro tema tañido); y dos: el exceso hostigante de música extradiegética, toda acústica, siempre empática y a lo telenovela, constantemente la misma canción con esa escala ascendente en piano que, al principio del relato, logra aportar cierta atmósfera misteriosa, pero que poco a poco se va volviendo fortuita y con ningún propósito más allá de rellenar, o la guitarrita esa que arruina por completo el clímax del relato.

Solo una técnica de montaje, el MTV en algunos cortes que enfatizan alguna cosa que observa el personaje, es lo que no me permite decir que el cómo del filme es exactamente igual a cualquier cinta de las que bebe. Aún así, Hasta los huesos no le ofrece a la audiencia ninguna experiencia diferente a lo que podría encontrar, y de una forma muchísimo mejor, en el horror de serie B estadounidense de mitad del siglo pasado, o el cine independiente de Nicolas Roeg, o el cine industrial de muchachitos rebeldes atravesando el país. Guadagnino optó por un tratamiento fácil, descuidado y costumbrista. Parece que la época de directores extranjeros que encontraron un balance entre su cine y Hollywood, ya pasó. Como dijo Luis Alberto Álvarez, Hitchcock no tuvo que renunciar a ser inglés ni John Ford a ser irlandés. Pero ya hemos sido testigos de varias buenas promesas del cine que se echan a perder en el mercado gringo, como (el desperdicio que más me duele) Mira Nair; ¿agregamos a Guadagnino a la lista?

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