Pico y Placa Medellín

viernes

0 y 6 

0 y 6

Pico y Placa Medellín

jueves

1 y 7 

1 y 7

Pico y Placa Medellín

miercoles

5 y 9 

5 y 9

Pico y Placa Medellín

martes

2 y 8  

2 y 8

Pico y Placa Medellín

domingo

no

no

Pico y Placa Medellín

sabado

no

no

Pico y Placa Medellín

lunes

3 y 4  

3 y 4

language COL arrow_drop_down

“Miedo a que este día termine con una nota triste”

Durante la pandemia tuvimos muy de cerca el miedo a la muerte, ¿no es acaso esa una sensación muy común en nuestros países Latinoamericanos?

  • La calle San Juan completamente sola en los primeros días de cuarentena. FOTO Juan Antonio Sánchez
    La calle San Juan completamente sola en los primeros días de cuarentena. FOTO Juan Antonio Sánchez
  • Protestas por la falta de comida que empezaron semanas después del encierro. FOTO Juan Antonio Sánchez
    Protestas por la falta de comida que empezaron semanas después del encierro. FOTO Juan Antonio Sánchez
  • La antigua estación del Ferrocarril de Antioquia en el comienzo de la cuarentena en marzo de 2020. FOTO juan a. sànchez
    La antigua estación del Ferrocarril de Antioquia en el comienzo de la cuarentena en marzo de 2020. FOTO juan a. sànchez
  • Pasajeros en la Terminal del Norte en Medellín buscando viajar antes del aislamiento preventivo por el covid en marzo de 2020. FOTO juan a. sánchez
    Pasajeros en la Terminal del Norte en Medellín buscando viajar antes del aislamiento preventivo por el covid en marzo de 2020. FOTO juan a. sánchez
  • Uno de los momentos en que fue cerrada la Plaza Minorista en abril de 2020 por un brote de covid. FOTO juan a. sánchez
    Uno de los momentos en que fue cerrada la Plaza Minorista en abril de 2020 por un brote de covid. FOTO juan a. sánchez
  • La educación virtual fue de las herencias de la pandemia y la opción de acceder a la educación. FOTO juan a. sánchez
    La educación virtual fue de las herencias de la pandemia y la opción de acceder a la educación. FOTO juan a. sánchez
23 de mayo de 2022
bookmark

Recuerdo los cuerpos cubiertos de cal tirados en las calles —los hombres del CTI pasaban en camionetas y les arrojaban cal a paladas—. Recuerdo el olor de los cuerpos, que dos días después se abrían al aire como una flor que se pudre en un jarrón. Recuerdo el silencio de las noches frías y sin luz en las que nos calentábamos por grupos al calor de una fogata —justo ese día, veinticinco de enero de 1999, llovió con la tenacidad de los necios—. Recuerdo que muchos murieron a las cinco de la tarde con la segunda réplica, que terminó por derrumbarlo todo. Recuerdo que la primera noche dormimos con papá en una camioneta de cabina doble y que al despertar no teníamos nada que comer, rompimos el ayuno al mediodía, cuando un hombre nos vendió empanadas de carne curada que picaba en la boca y en la garganta. La comida bajaba al estómago como un bolo inmundo.

Recuerdo la tercera noche: hombres armados asaltaban tiendas, casas, unidades residenciales; nos escondimos en el tanque de agua vacío de un edificio, mi tía —tuerta desde hacía años por tres balas que no le partieron la cara— temblaba de miedo y Katy y yo —éramos unos niños— no sabíamos si llorar o echarnos a morir de pena. Escuchamos tiros esa noche. Todo eso recordé en una tarde de encierro mientras escribía noticias del coronavirus y leía: “Italia, seiscientos muertos en un día”. Me pregunté: “¿Cómo estarán de cal en Europa?” No hay servicio funerario que pudiera contener tantos muertos en un día, no hay hades que retenga todos esos cuerpos, y por eso en ese momento solo les quedaba la reserva de la cal o el olvido del fuego.

Ese día en Armenia murieron mil novecientas personas bajo escombros, o por un golpe fatal en la cabeza, o encerrados —sepultados antes de morir— y agónicos para que los encontraran días después famélicos y polvorientos. Los recordé cuando reportaba los muertos de la pandemia, que se iban en el final terrible del asfixiado, del que por más que intentaba no lograba la bocanada de aire que lo alimentara. Mientras eso pasaba, todos estábamos en casa, encerrados, guardando nuestro poco de aire, nuestras aspiraciones seguras. Pero han pasado los días, los meses y la pandemia quedó atrás como un mal sueño. Pero a veces despertamos de ese mal sueño y nos damos cuenta de que nos persigue su eco.

Por esos días de mayo de 2020 escribí sobre el silencio de la calle; escribí como un orate, atiborrado de pensamientos que se agitaban por el caudal de las noticias. Fue así:

Afuera la calle está en silencio, pero a veces en las noches escucho gritos que recorren en eco de casa en casa, son gritos de jovencitos desocupados, presos de su encierro, del destino que ahora los encierra por obligación y les arrebata el deseo —el deseo de todo adolescente es el encierro, la puerta bien cerrada—. Pero ese silencio me hace recordar el silencio de aquellas noches en las que la gente se preguntaba qué sería de sus vidas, de su desventura, quién les aliviaría el hambre, quién les pagaría las deudas. Y en esas noches también había gritos y la humanidad, como siempre, se dividía en dos: los que atacaban y los atacados. Y ahora temo eso, cuando son las doce de la noche. No le temo a la enfermedad y su aire malo, sino a los hombres dotados de violencia que pueden entrar a cualquier casa y arrebatarlo todo, pero no temo que arrebaten la vida —porque si fuera la vida solamente, que la arranquen de un tajo como el carnicero que por la garganta pasa el cuchillo—, sino que temo que le arranquen lo que la dota, lo que la llena: la honra, el sentido de bienestar. Porque los hombres —estos hombres contra los que no somos más que la oportunidad de despojo— pueden torturar, violar, trasgredir, borronear la cara sin nada más que actos. Y aquí hay hombres de los peores —recuerdo aquella noche en que a la casa de un amigo entraron tres tipos: amordazaron, amenazaron con violar, amenazaron con matar, buscaron y encontraron joyas y plata, comieron todo lo que había, entraron al baño y defecaron como cerdos hacinados, se fueron— y esos hombres no quieren sentirse acorralados, asustados, o tentados por la soledad que hay ahí afuera, que los invita al saqueo feroz. Esas noches en Armenia lo aprovecharon todo: casas abandonadas, casas destruidas, casas pobladas con familias que temían otro temblor, almacenes derrumbados, supermercados sin puertas, y se lo llevaron todo, como hoy se lo llevan todo por la fuerza de la plata, del crédito. Cada generación, cada estrato, cada condición, tiene sus armas, sus métodos. Esta, la que tenemos hoy más cercana, tiene el método de la adquisición: que se mueran todos, yo compro todo porque puedo. Hace veinte años: que se mueran todos, yo tomo lo que quiero porque tengo la fuerza, las armas. No hay nada peor que el miedo a la desaparición, nos azuza la bestia, el simio que bajó del árbol y descubrió en la roca un arma; al Caín amenazado por el bienamado Abel que es capaz de matar a golpes. Los hombres de esos días —no digamos ladrones, porque fueron hurtos de fiebre y luego volvieron a la normalidad de sus vidas— que se llevaron todo a manos llenas, vieron la oportunidad de tener lo que nunca tuvieron, otros quisieron acumular más, mejorar un poco. ¿Qué esperan ahora, mientras estamos en las casas, para entrar? Esto es Medellín, esto es Colombia, la patria del atropello. Pero que no entren, por favor, le oro a Dios cada noche —el Dios que a través del profeta Isaías le dijo a su pueblo: “Entra en tus aposentos, cierra tras de ti tus puertas; escóndete un poquito, por un momento, en tanto que pasa la indignación. Porque he aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él”, porque el encierro no es algo nuevo, ya todo está inventado, ha habido otros juicios en los que han muerto miles—. Desde hace años temo que alguien salte por el balcón e invada el apartamento, porque ser periodista judicial deja infecciones en el cerebro; hablar de muertos y de amenazados y de torturados va dejando una huella de sangre en la cabeza. Conozco a muchos hombres capaces, uno muy cercano estuvo en la cárcel porque hirió a una niña por accidente cuando intentaba robar una moto, entonces la horda asustada se le vino encima y su amigo, el ladrón que lo acompañaba, lo dejó tirado como una cebra herida en el Serengueti. Lo reventaron a golpes. Luego fue a la cárcel, donde quiso ser aún peor y salió y continuó en su trabajo —que así le llamaba— y tuvo algunos accidentes. Aunque es joven, creo que se ha retirado del crimen y no sé de qué vive. Tengo la certeza de que si algo no lo cambia —la fe, una tragedia— podrá volver a su trabajo, y como él tantos otros.

¿Qué es una enfermedad en la ciudad donde se inventó la violencia moderna? Los narcos, las bombas, el terrorismo urbano, la tortura de la motosierra. Raúl es un hombre de 58 años que tiene una cicatriz en medio de las cejas, nunca le sana, siempre está roja porque no es una cicatriz, es una herida siempre abierta. Sé que Raúl no tiene miedo, aunque es paranoico y le parece que los militares lo persiguen desde que quiso averiguar qué había pasado con su hermano, desaparecido en 1971. El caso es así: el hermano era piloto de la Fuerza Aérea, el helicóptero que piloteaba se perdió en la selva, les entregaron los restos pero, cuarenta y tres años después, en la familia se dieron cuenta de que ese féretro nunca tuvo cráneo, solo les entregaron setenta huesos —un perro tiene doscientos ochenta—. Raúl empezó la búsqueda y se dio cuenta de que algunos vieron a su hermano vivo, caminando por alguna calle de Medellín. Raúl no está loco, aunque parece. Raúl no tiene miedo, le acabo de escribir y me dice que no, que toda la enfermedad es un invento y que él sabe que no va a encontrar la verdad de su hermano porque una bruja ya se lo advirtió; su hermano le ayuda desde la eternidad a abrirse camino en la investigación, dice que le dijo la bruja. “Me da miedo de los milicos, pero no de una tos”, se ríe, se ríe con voz de tísico y fumador, aunque Raúl no fuma. No lo dije, pero Raúl se cree poeta y escritor, tiene un poema que se llama El ruido de las aspas que empieza así: “El otrora armónico ruido de las aspas / Me sume mustio en pájaros de acero / A la zaga de mi sangre aun ausente / Hasta hipoteco mis narices al infierno”, cuenta la historia del helicóptero que piloteaba su hermano y es motivo de orgullo en todas sus conversaciones, “yo tengo un poema”, dice.

Esta es una historia difícil, trunca. Me escribe Raúl que está encerrado y ahora mismo no puede ir a los archivos de Madres de la Candelaria donde hay algunos documentos de la desaparición de su hermano, y que prefiere no decir más porque nos están escuchando, ¿quiénes? —le pregunto—, esos manes, me dice. Se refiere a los militares, al gobierno, a policías que dice que lo vigilan porque él es una amenaza. Los estados que ejercen la violencia —todos la ejercen pero hay casos como el colombiano, capaz de matar campesinos y hacerlos pasar por bandoleros fieros— tienen ese poder de controlar a través del miedo, de la continua amenaza que nunca se cumple. Estoy parado en el balcón del apartamento y en la esquina, que los hombres de un barrio más arriba han tomado de basurero y botadero de escombros —esos hombres dotados de capacidad violenta—, las ratas recorren el andén con una libertad que nunca les vi, deben medir más de treinta centímetros, son enormes y las hay grises, negras, blancas. En Twitter muestran cómo los animales llegan a las ciudades para pasearse como hombres en un zoológico. En España muestran venados, en Bogotá zorros, en Cartagena delfines en la bahía, yo podría mostrarles estas ratas, pero llega un hombre y arroja una bolsa de basura y se va, las ratas también huyen. Raúl me dice que su caso avanza, que ya llegó a la Comisión Internacional de Derechos Humanos, yo me quedo callado, albergando todas las dudas: no pasará nada, Raúl se va a morir ahora o después y no va a encontrar la verdad. Está ese miedo a no encontrar la verdad: ¿quién lo mató? ¿Quién lo desapareció? ¿Dónde lo enterraron? ¿En cuál río se lo comieron los peces? Por Dios, ¿qué puede ser más horrible?

He pensado bastante en un poema de Raymond Carver que se llama Miedo, uno de sus versos dice: “Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto”. Está aquí, en la ciudad de los desaparecidos, el miedo inverso: no poder identificar a un amigo, a un hermano, a una hermana, a una madre, a un padre muerto. Y es que te niegan el derecho al miedo superior de ver muerto a quien amas, con los ojos cerrados para siempre. Todos estos muertos no murieron por una tos. La tos es nada. El virus no es peor que el virus superior: el ser humano y su voracidad. ¿Vieron a un asesino a los ojos? No, un potencial asesino quizá, pero no un asesino: un masacrador que te dice Yo maté a la pareja de muchachos universitarios en las playas de San Bernardo. Que dice yo torturé, yo descuarticé y el olor de los cuerpos cortados es como el del metal mojado. Ese hombre, renovado y convertido por la fuerza de un pastor pentecostal, temblaba excitado recordando el frenesí de la muerte, no podía parar de contar esa abominación, esa letanía desastrosa. Comíamos pizza, una pizza de piñas viejas en una esquina de Barrio Triste y por la barbilla le bajaba un poco de manteca y yo le dije que se limpiara, que estaba un poco sucio, pero lo hice por la pura adrenalina, él se sorprendió y tomó una servilleta y en ese leve giro cambiamos de tema y descansé un poco. El Pájaro, le decían, me escribió un par de veces por Whatsapp, me enviaba algunas fotos de la iglesia a la que asistía, me ayudaba a verme con hombres malencarados en parqueaderos oscuros, en sótanos con la apariencia de oficinas. Allí contaban secretos que no podía publicar, siempre les pedí una entrevista y alguna vez me entregaron un comunicado de paz. Qué extraño. Fue un susto espeluznante. Allá estaba el duro, el hombre que mandaba kilos de cocaína a Estados Unidos, que cobraba venganzas en las que hombres terminaban embolsados en cajuelas de carros. Fui con Pablo, el fotógrafo, nos sentamos en una silla mientras hombres con fusiles vigilaban las ventanas. Tomamos un poco de agua, nos entregaron una carta cuyo destinatario era el Presidente de la República, no me reí porque era incapaz. Bajamos al centro de Medellín en un carro pequeño. Me bajé y vomité. Estaba mareado como pocas veces. “Miedo a que este día termine con una nota triste”, y “Miedo a despertarme y ver que te has ido” —te has ido—, dice el poema de Carver que leo mientras llega el reporte de los muertos por el virus. A veces el periodismo es un oficio infame

El empleo que buscas
está a un clic

Nuestros portales

Club intelecto

Club intelecto
Las más leídas

Te recomendamos

Utilidad para la vida

Regístrate al newsletter

PROCESANDO TU SOLICITUD