Con un gesto acentuado de incredulidad, Luz Ney Chaverra García mira de arriba a abajo a su sobrino Emiliano Palacios, quien viajó desde Valledupar hasta su natal Bojayá para escuchar las palabras de los guerrilleros que masacraron a su familia.
—Mijo, ¿usted va’ pa lo del perdón?, le pregunta.
—Sí tía, hay que llegar a eso, le responde el chocoano de 38 años, con su sonrisa de quinceañero.
—Pues a mí no me van a convencer con palabras, sentencia Luz Ney, en un tono tan frío que borra de momento los 38 grados de temperatura que abrazan a este municipio ribereño del Atrato.
En la última semana, en Bojayá no se habló de otra cosa que no fuera el acto público de perdón por parte de una delegación de las Farc, que con el ánimo de resarcir el daño perpetrado a esa población, arribó desde La Habana.
A las 11:10 a.m. de ayer, en un helicóptero con logotipos del Comité Internacional de la Cruz Roja (Cicr), aterrizaron los comandantes del Bloque Noroccidente, la facción subversiva que opera en Chocó, Antioquia y Córdoba. Alias “Pastor Alape”, “Isaías Trujillo”, “Benkos Biojó”, “Pablo Atrato”, “Matías Aldecoa” y otros, fueron recibidos por la comunidad y representantes del Gobierno, la ONU y el Cicr.
Aunque distintos representantes de los medios de comunicación llegaron al sitio, entre ellos EL COLOMBIANO, para ser testigos del hecho e informar al país y al mundo, la prensa no tuvo acceso al sitio donde las Farc y la comunidad se reunieron para el acto del perdón.
El escenario para el reconocimiento de su culpa fue el Viejo Bellavista, el poblado de Bojayá más azotado por el conflicto interno. De fondo tenían las ruinas de la iglesia, donde el 2 de mayo de 2002 sucedió la tragedia que produjo una herida tan honda en esta gente, que ni mil perdones la sanará.
Los bojayaseños recuerdan que hubo un enfrentamiento entre los paramilitares del bloque Élmer Cárdenas y el frente 58 de las Farc. Los civiles quedaron en medio y se refugiaron en el templo, buscando el socorro de Dios, hasta que cayó una pipeta bomba lanzada por los guerrilleros y aquello se convirtió en el infierno.
Murieron 79 personas y un centenar resultaron heridas. La familia de Luz Ney y Emiliano quedó al borde de la extinción. Él hace la cuenta: “Ahí murieron mi papá Emiliano Palacios Asprilla, mi mamá Ana Cecilia Chaverra Murillo, mi hermano Emilson Palacios (de siete años), mi sobrina Deisy Romaña Palacios, la prima Mercedes Palacios Chaverra, y los tíos Benjamín Antonio Palacios y Rosalba Hurtado”.
La muerte, en forma de una esquirla clavada en el pulmón, acechó a su primo Manecio Cañola Andrades durante cinco años, hasta que se lo llevó también en 2007.
Dos navidades después de la matanza, las Farc incursionaron de nuevo, esta vez en la vereda La Loma de Bojayá. Llegaron a la tienda de Wálter Machado, el marido de Luz Ney, lo acusaron de ser un “sapo” de los paramilitares y lo asesinaron a sangre fría.
“No he podido reconstruir mi vida – dice la viuda -. Que los perdone Dios, porque yo no voy a ir a ese acto”.
Su sobrino Emiliano también está convencido de que el perdón es divino y solo el Señor lo puede otorgar, pero él sí va a escuchar a los verdugos. Se pone su ropa de domingo, se echa loción y sale al muelle, donde se confunde con el gentío de dolientes que esperan lancha para el Viejo Bellavista.
Los penitentes
El primer perdón público que las Farc pidieron a Bojayá fue el 18 de diciembre de 2014, cuando varios representantes de la localidad viajaron a Cuba. En ese entonces, Humberto de la Calle, jefe negociador del Gobierno, exaltó el gesto por ser “sin antecedentes” y afirmó que “el reconocimiento de responsabilidad es la esencia de nuestro desafío para alcanzar la máxima satisfacción de sus derechos y avanzar hacia la terminación del conflicto”.
El siguiente en expresar su arrepentimiento ante la sociedad fue Fredy Rendón Herrera, alias “el Alemán”, quien comandaba al bloque Élmer Cárdenas aquel fatídico día y ya está libre, tras pagar ocho años y nueve meses de cárcel como pena alternativa por los delitos cometidos como paramilitar y luego de acogerse a a la Ley de Justicia y Paz.
El pasado 17 de septiembre, en un foro con las víctimas en la Casa Museo de la Memoria de Medellín, pidió excusas por los crímenes cometidos y rogó a la comunidad que abrazara a los desmovilizados.
Esaú Mena Pérez, quien asistió al evento de este domingo como representante legal de la vereda La Loma, dice respecto a las palabras de las Farc que “toca perdonarlos, siempre y cuando ese perdón venga con reparación. Aquí faltan espacios para la salud, la recreación y el trabajo”. La reunión, con acceso restringido para los medios de comunicación, fue vigilada por la Guardia Indígena y promocionada como un “acto de solemnidad con las víctimas”.
Entre el público estuvo Rufiano Valencia Cadavid Duadé, indígena de la etnia emberá, de verbo escaso pero contundente: “yo no los perdono”.
Su tragedia está ligada al desplazamiento subsiguiente a la masacre. Días después de la explosión en la iglesia San Pablo Apóstol, el Ejército y las Farc se enfrentaron en cercanías a la comunidad Pichicora, y las ráfagas de los insurgentes y de los helicópteros espantaron a las 29 familias que allí habitaban.
A los tres meses agarró fuerzas para vencer el miedo y regresar, solo para ver sus cultivos de plátano y maíz destruidos. “Sufrimos mucho por ser desplazados, perdimos todo”, recuerda.
Esperanza lejana
En septiembre de 2007, los bojayaseños dejaron atrás al Viejo Bellavista y fundaron, un kilómetro más arriba del río Atrato, el Nuevo Bellavista. Por casualidad o fatalidad, el asentamiento creció alrededor del cementerio donde yacen las víctimas del conflicto.
A diferencia del anterior sitio, este tiene más calles pavimentadas, establecimientos para estudiar y un ambiente de relativa tranquilidad, en parte debido al desescalamiento de la guerra auspiciado desde la mesa de diálogos.
Un testigo del cambio es el reportero gráfico Juan Antonio Sánchez, quien visitó a la comunidad en los tiempos tristes de la masacre y acompañó al último habitante que salió del Viejo Bellavista llevando el trasteo. “Aquí antes no había energía eléctrica por horas, ni aceras, ni casas de dos pisos, ahora mire todas las que hay”, comenta, mientras toma fotos de los vecinos jugando naipes.
Las calles del pueblo son trasegadas por niñas con trenzas de colores, culebrillas cazadoras que aquí llaman “cruza caminos” e indígenas descalzos que resisten el asfalto hervido por un sol que golpea con sevicia.
Esta calma, sin embargo, parece lejana a esa paz del posconflicto que tanto pregonan las Farc y el Gobierno. “¿Sabe cuándo debieron ellos pedir perdón? Antes de tirar esa pipeta, hace 13 años, cuando nos tenían atrapados en la iglesia”, cuenta Baldomiro Palacios, hermano de Emiliano, quien sobrevivió medio sordo a la profanación de la Casa de Dios, porque una teja le cayó encima y lo protegió de la onda explosiva.
El representante Esaú, como muchos otros en Nuevo Bellavista, esperan más que palabras de los actores del conflicto, pues faltan oportunidades de empleo, el subdesarrollo los agobia y el Estado, con sus recursos, aparece “muy de vez en cuando”.
Emiliano, Rufiano, Baldomiro y Luz Ney están aguardando, ya sin fe, por la reparación. Que el perdón a las Farc se los dé Dios, dicen ellos, pero que de los humanos llegue la ayuda para una comunidad tan emparentada por lazos de sangre y de dolor que si se ataca a uno, se ofende a todos.