El delgado silbido del misil le dejó al pasar un pitido tan agudo en el oído al sargento (r) José Camacho, que sintió como si le hubieran perforado el tímpano con un mazo y un clavo.
Camacho, un soldado (r) colombiano acostumbrado a los zumbidos de las balas y las bombas del conflicto armado en el país, hizo un par de cocas con sus manos y las puso en sus orejas para mitigar el aturdimiento de la bomba que se estrelló contra una vivienda en Ucrania, justo frente a la línea de guerra que defiende de los soldados rusos en Donbás.
Sin terminar de recuperarse de un pitido que se le volvió eterno, Camacho descubrió bajo los escombros que dejó el bombazo otro sonido que salía sin descanso. Era un chillido intenso. Se acercó midiendo cada uno de los pasos, con la delicadeza de poner primero la punta y después el talón, hasta que descubrió qué hacía tal sonido desgarrador en la ahora casa en ruinas.
“Entramos y yo le dije a mi compañero: es un cachorrito. Estaba entre una columna y acostado en la cama, temblando del susto. Cuando me acerqué, movió mucho la colita y entonces le dije que no podíamos dejarlo allí, solo”, cuenta Camacho, agazapado en el búnker desde el que conversó con EL COLOMBIANO.
Al salir de esa vivienda, en la que además buscaron víveres y medicinas, Camacho se encontró con un ucraniano que no hacía más que repetirle la palabra Kiarcha mientras le señalaba al cachorro blanco y de manchas cafés.
El colombiano, que se sintió confundido como en una Torre de Babel sin comprender nada de lo que le dijo el hombre mayor, no hacía más que preguntarle si el perrito era de él, pero cada vez que se lo ofrecía, el ucraniano le decía “Kiarcha, Kiarcha”, y empujaba el cachorro hacia el cuerpo del militar.
Esa noche en el búnker, y junto al perrito, en una conversación improvisada con sus compañeros de compañía, Camacho entendió que Kiarcha quería decir suerte. Así bautizó al perro, que lo acompañó hasta su último día.
Salvar animales, su misión
El primer animal que Camacho salvó en su vida, o por lo menos que así lo recuerde, fue un mico Tití que quedó huérfano luego de que los soldados con los que patrullaba las selvas de San José de Guaviare, en Colombia, le mataran a su madre a tiros.
Camacho recuerda que, tras la muerte de la madre del mico, el pequeño Tití se aferró a su cabeza tan fuerte, que en ese momento sintió que tiraría de ella y hasta pensó que rodaría por la manigua.
“Yo me lo llevé y cuando llegué a mi casa, mi madre me dijo que qué íbamos a hacer con él. Yo le dije que alimentarlo porque se había quedado solo y ahora nosotros éramos su familia”.
A José Camacho, cuyo tono pausado contrasta con lo recio del hombre llanero, pero cuando habla su voz parece un estruendo, salvar los animales es su pasión, o mejor, rodearse de ellos le da la paz que, dice, no da ninguna persona “sobre la faz de la tierra”.
Y esa dedicación nació desde cuando tenía 15 años. Aquella vez, sus padres le regalaron una cadena de oro, pero eso no lo hizo feliz; en cambio, fue hasta una plaza conocida, vendió la gargantilla y se compró un par de perros. Dos años después, justo cuando cumplió 17 años de edad, su padre le regaló una motocicleta y como tampoco lo hacía feliz correr en ella por las calles de Villavicencio, la cambió por otros dos perros.
“Imagínate hasta donde llegaba el amor por los animales”, dice Camacho, y se ríe, recordando cuando le compró a la vecina un pollo que cojeaba por 10.000 pesos para que no terminara en el comedor como un sancocho guisado.
José recuerda que, para matar el aburrimiento en su juventud, se iba por las calles recogiendo cuanto animal hallaba. “Una vez recogí una perra bóxer que se encontraba en los huesos, y cuando fuimos a ver, estaba embarazada, le cuidé todo el embarazo, y cuando nacieron los perritos, los regalamos, pero a gente que sí los quisiera”, cuenta.
Ese amor por los animales llevó a que Camacho vendiera todo lo que tenía en Colombia y se fuera a combatir a Ucrania. Relata que tenía un apartamento amoblado, carro y otros bienes, y todos terminaron en un remate que le dejaron los fondos necesarios para viajar a luchar por los ucranianos y contra los rusos.
“Vendí todo lo que tenía y tomé la decisión cuando después de un bombardeo vi a un gato en un árbol desorientado, después de un bombardeo. Ese día dije que tenía que ir a Ucrania no solo a lucha por algo que me parecía justo como la opresión a Ucrania, sino también a salvar a los animales que la gente dejaba abandonados en su huida para que no le cayeran las bombas o los misiles”, dice José.
Con todo preparado, José se inscribió en el formulario que se llena por internet, espero la llamada de la embajada, realizó la entrevista y cinco días después, ya se había subido a un avión con su equipo de táctica y militar.
“Llegué a República Dominicana hasta Bélgica, de Bélgica que era lo más barato, viajé hasta Polonia y de allí viajé hasta Milka, donde me recogieron y me trajeron hasta Kiev. Después acá recibí un entrenamiento. Pero no soy un mercenario, soy un legionario”, explica José.
Compartir hasta su ración
La rutina de José Camacho, lejos de la zona cero donde se enfrentan a los combatientes rusos, inicia a las 4 de la madrugada. Aún a oscuras, José se levanta y se baña. Se pone su uniforme y se prepara para salir a patrullar.
Los patrullajes son de todo el día, y para alimentarse, les entregan 10 raciones de comida que deben conservar para las 14 horas de guardia en la línea de guerra. Pero Camacho, que en sus trayectos ha visto a los perros salir despavoridos con el sonido de las bombas y las metralletas, solo se guarda tres para él. El resto de latas de carne de cerdo y res lo reparte entre perros y gatos callejeros que se deambulan, como almas en pena, en un paraíso destruido por la guerra.
Sin quererlo, y como dice él, sin pensarlo, Camacho se convirtió en el apóstol de los animales olvidados. Los bolsillos de su camuflado verde oliva, o el gris cuando hace mucho calor, son como una despensa llena de alimentos para los mininos y perros que se encuentra en sus patrullajes. Cuando se los encuentra saca del uniforme un pan, o hasta granos de cuido y se los entrega. Los perros lo siguen, los gatos le aúllan y él a todos acaricia y les da comida.
“Ya tenemos 12 perros viviendo en el búnker con nosotros. Cuando estos patrullando, los otros soldados los cuidan y les dan alimentos. Es una entretención porque les juegan con las botas, se las llevan, entonces los que estamos en esta guerra salimos a jugar con ellos”, dice José.
Camacho sale hasta un pueblo cercano y les compra el cuido con las donaciones que recibe desde Colombia de personas generosas que, como él, no quieren ver sufrir a los animales. A veces no ha tenido que darles de comida, y una vez tuvo que sacrificar un cerdo herido por un explosivo, para darles de comer a los gatos y a los perros.
Cuando descansa, Camacho se quita el uniforme, pero nunca el fusil. Mientras conversaba con EL COLOMBIANO por videollamada, presentó a cada uno de los canes que tiene en su refugio. “Mire a este, tiene un mellizo y le gusta mucho a los soldados. Acá está este pequeño que traje hace poco (y señala a un criollito de color café y manchas negras), y es el más comilón. Todos nos quieren mucho”.
Un duro adiós
Kiarcha se fue hace un mes. Las maniobras que Camacho le enseñó para que se escondiera cuando llovieran las bombas, esta vez no fueron efectivas y un misil disparado desde la zona cero lo alcanzó mientras corría a esconderse en una casa desocupada.
Camacho lo lloró esa noche después de patrullar, y la siguiente y otras dos más hasta que consiguió un lugar para enterrarlo. El cuerpo sin vida del perrito de la suerte quedó en la parte de atrás de un campo de maíz, donde solía esconderse a jugar con el soldado (r) colombiano que viajó a Ucrania a luchar por ese país hace cinco meses, y terminado salvando a las otras víctimas que muy pocos atienden.
“Eso fue muy duro para mí. Él era el más especial, lo tenía acá conmigo siempre y me obedecía, pero un misil lo mató”, recuerda Camacho, y en el fondo del teléfono se escuchan las balas y sus sollozos. Por eso les dedicó un verso a todos los perros:
“Cuando mires un animal míralo a los ojos porque notará la transparencia y la inocencia que el ser humano no tiene...”
12
perros viven en el búnker
con José Camacho y los
otros soldados que luchan
por Ucrania.