Hubo un tiempo en que Brad Pitt era un pollo. Literalmente. Nada que ver con el cine: más bien, la vida real de un joven recién desembarcado en Los Ángeles (California, EE UU). Llegaba a la agencia, miraba la pizarra y escogía uno de los extraños trabajos que se ofertaban esa semana. “Hice de chófer, de estríper; entregué neveras portables a estudiantes de la universidad...”, relata el actor. Y también se convirtió en el hombre imagen de El Pollo Loco, un establecimiento de comida en el Sunset Boulevard. Su labor era sencilla, aunque quizá no muy gratificante: se introducía en un disfraz plumado, se colocaba en la acera y empezaba a bailar. A saber cuántos transeúntes huyeron de aquel pájaro. Bromas y revanchas del destino: hoy día, muchos firmarían un cheque por pasar 30 segundos en compañía del mismo tipo.
“Ya. Fui el pringado dentro de ese disfraz. Pero me permitía pagarme las clases de actuación”. Pitt se ríe ahora de aquello en un encuentro durante el pasado festival de cine de Venecia. De alguna manera, aquellos trabajos a lo Bukowski fueron precisamente el primer paso de su camino triunfal. Hay muchas estrellas en la galaxia de Hollywood, pero pocas brillan con su intensidad. Y desde hace tanto. Actor, productor, filántropo, activista; sabe pilotar avionetas, toca la guitarra y ha sido elegido hasta dos veces por la revista People como el hombre más sexi del año. Ahora que tiene 55 años, su atractivo no cesa, sino que parece multiplicarse. Y su carrera ha vuelto por enésima vez a subirse a la cresta de la ola.
Primero, ha encarnado al doble de riesgo Cliff Booth en el último filme de Quentin Tarantino, Érase una vez... en Hollywood. “Su plató es el paraíso, él es Dios y a los herejes no está permitido el ingreso”, resume sobre la experiencia. Y ahora llega a las salas españolas Ad Astra, de James Gray, un viaje al espacio y a la soledad de un hombre, donde el personaje de Pitt (Roy McBride) ocupa casi cada plano. “Puede que sea mi película más potente. Me obligaba a ser dolorosamente honesto en mi actuación”.
Un astronauta con un oscuro mundo interior y un monumento zen, dedicado a dejar fluir la vida. Dos papeles radicalmente distintos, que el actor conecta con un hilo: “Todos tenemos que adentrarnos en algún grado de Roy para llegar hasta Cliff”. Ambos están unidos también por el resultado final. La crítica le aplaude, los fans nunca han dejado de adorarle y la palabra Óscar vuelve a resonar a su alrededor. “Es demasiado pronto”, dice él. “Y se trata de que las películas tengan significado para la gente. Si haces este trabajo por los premios, estás jodido”. Más que normal, en todo caso, que el actor esté de muy buen humor cuando aparece por la puerta. Y eso que lleva un día entero dedicado a una sola actividad: “Jetlaguear”.
En efecto, de cerca, sus ojos azules desvelan cierta fatiga. De ahí que la combata con una cocacola. Y con una simpatía inmediatamente contagiosa. “Estoy en ese momento del día en que justo te entra sueño”, admite tras estancarse en una respuesta. Aun así, le cuesta apenas otro par de chistes meterse al periodista en el bolsillo. Luce una camiseta verde ajustada, gorra de pintor, varios brazaletes, entre ellos un candado de una bicicleta que le regaló un amigo. Y en el antebrazo izquierdo, un tatuaje que es una declaración de intenciones: “Invictus”.
Y eso que la charla se mueve por los derroteros contrarios. Porque Ad Astra habla de un hijo que viaja hasta el otro lado del universo para encontrar a su padre. Pero por el camino tiene tiempo de sobra para interrogarse sobre sí mismo. “¿Qué es ser hombre? Crecimos con una idea de la masculinidad centrada en ser fuerte, no mostrar ni debilidades ni vulnerabilidades. Eso nos lleva a reprimir una parte de nosotros, y con ella, nuestros dolores, arrepentimientos, heridas. Te construyes una barrera que te obstaculiza en la relación con los demás, y también contigo mismo”, reflexiona el intérprete.