La casa de Gabriel Mesa Nicholls es un laboratorio de arte, un estudio de experimentación. Desde los elementos que decoran las habitaciones de sus hijos hasta las relaciones humanas que se establecen entre sus paredes, pasando por la huerta y el caos -perfecto- del taller del artista, obedecen a una sola intención: entender el mundo.
Gabriel es un coleccionista, un fetichista, un buscador de objetos. Compra cosas, las guarda, las acumula, las almacena. Ovejas de pesebre, alfileres, sellos, espejos, esponjas para lavar platos, periódicos, productos de consumo diario (ecos de Andy Warhol), desechos de basura, chécheres de ventorrillos y símbolos patrios y religiosos, sirven a sus propósitos creativos: viajar en la memoria del artista, recuperar su infancia y procesar el dolor de haber crecido en un país en guerra.
Nunca traza bocetos, solo percibe “flashes”, epifanías. ‘La tragedia del Colegio Agustiniano’, Bojayá, Machuca; si no es la coyuntura del país, es la actualidad en su vida la que queda plasmada en la obra.
Si usted digita en Google “Gabriel Mesa Nicholls”, encontrará que es el gerente de la EPS Sura. El portal de La Silla Vacía lo incluye en el “Top diez de los súper poderosos de la salud en Colombia”.
Educado en un colegio de sacerdotes benedictinos, estudió medicina en el CES, se graduó de Patólogo en la Universidad de Boston y de MBA en la Universidad de California Los Ángeles.
Y ahora, por primera vez, se presenta ante la sociedad como artista plástico, formado durante más de diez años en el silencio de su taller, después de haber sido pupilo de Jorge Gómez, María Mercedes López, Libe de Zulátegui y Ethel Gilmour.
Médico y administrador reconocido, esposo, padre de tres hijos y artista... parecería un estilo de vida calcado de una película de Hollywood hasta el momento en que Mesa comenta que lo acosan “enredos con la Contraloría, Fiscalía, Procuraduría”. Por el nivel de responsabilidad de su cargo en la EPS, hay días en que no sabe si va a amanecer embargado o en la cárcel.
Su capacidad creativa se debate a diario con una dosis de realidad capaz de aniquilar a todas las musas.
La disciplina es su salida: entre 11 p.m. y 3 a.m. (o después de la media noche) se levanta a trabajar, se dedica a una de las cinco o seis obras que suele mantener empezadas.
El 13 de agosto de 1999 fue el punto de quiebre en su vida: “Iba llegando al trabajo, en el Centro. Oí la noticia de que habían matado a Jaime Garzón, y me devolví para la casa. ¿Para qué voy a trabajar si esto no tiene sentido?”. Pintó un cuadro rojo y azul: ‘La muerte de la esperanza’.
Desde entonces, decidió pintar todos los días de su vida.
Hace casi un año, revisó unos cuadernos de su infancia. Entonces descubrió que el hilo conductor de su producción artística es la pérdida de la inocencia, la incursión del dolor en la vida.
La necesidad de entender es constante en su conversación, ¿Es necesario entender antes de crear?
“Sí, ¿sabés que sí? De hecho, cuando entendí fui capaz de liberar una cantidad de cosas, la producción explotó, me pude dar permiso. Antes no entendía las relaciones. Buscaba una lógica, un hilo conductor”.
¿Por qué se demoró tanto en exponer su obra por primera vez?
“Siempre había pensado que exponer era un paso lógico y necesario que tenía que llegar sin apresurarlo, pero también había pensado que era importante que la obra hablara sola, que fuera buena para mostrarla. En noviembre de 2014, vino Alberto Sierra a mi estudio y me dijo tres cosas: ‘Primero que todo, usted está loco; segundo, esto no es un hobby, usted produce más que un artista de tiempo completo; y tercero, hay que hacer algo con esto’. Juan Luis Mejía también había venido un año antes y me dijo: ‘No sabía que tenías una obra madura’. Entonces, por razones prácticas: expongo porque ya no cabe la obra en mi casa, pero más que eso porque yo soy consciente de que una obra de arte vive cuando se comparte. Si está guardada no cumple su función”.
Hay una cierta evocación de la obra de Beatriz González en su relación con los objetos, L’Object Trouvé, ¿cuándo empieza a intervenirlos?
“Desde la época de la muerte de Garzón. Hay objetos encontrados, pero la mayoría son buscados”.
¿Cómo sabe que una obra está terminada?
“Es clarísimo: si no está terminada, está guardada. No está exhibida. Es muy difícil que un cuadro quede empezado. Así como hay un flash que llega para empezar a crear, hay una emoción que llega para terminar. Hay una sensación de plenitud, de que ya no hay que hacerle nada más. Por ejemplo, La tragedia del Colegio Agustiniano: lo empecé, lo guardé, y lo terminé siete años después”.
La coyuntura noticiosa es primordial para usted. ¿Cómo jerarquiza esas noticias que harán parte de su obra?
“A través del dolor. En un momento de mi vida, empecé a sentir el llamado del arte. Decía de una manera graciosa: algún día seré un artista famoso. En el año 2000, comencé una nueva etapa de mi vida y tomé la decisión de trabajar todos los días para lograr el sueño de ser un artista reconocido en Colombia e internacionalmente... por mi arte. El arte me permite expresar de manera contundente todo lo que me duele [Gabriel lee algo que escribió en la mañana de nuestra conversación]. Hoy sé que pinto porque me duele todo: la violencia, la injusticia, la corrupción, los niños, la deforestación, la naturaleza, el secuestro, las minas antipersonales. Me duele todo, pero me duele menos si lo expreso por medio del arte. Más que una catarsis me genera la ilusión de que estoy haciendo algo para cambiar las cosas, que no estoy conforme. No acepto lo que para mí es inaceptable. Me interesa el reconocimiento porque con él vienen la libertad y la capacidad de generar cambios profundos, precisamente eso es lo que me duele. La palanca se hace más fuerte para hacer visible lo que es invisible, lo que muchos simplemente no quieren ver. Es el reconocimiento el que me permitirá expresar mis opiniones y reflexiones para cambiar mentes y corazones.
Hay cierta sensación de desesperanza, casi apocalíptica, en algunas de sus obras, ¿cómo se imagina el fin del mundo?
“Ya me lo he imaginado muchas veces con mi papá. Una noche estaba Pablo, mi hijo grande, despierto en la cocina, le pregunté por qué no estaba dormido y me dijo que tenía pensamientos absurdos: ¿Qué pasa si uno se muere y no hay nada? ¿qué pasa si uno se muere y no hay Dios? Tengo mucho miedo, me dijo. Y empezó a llorar. Para mí ha sido un proceso: acordarme de todos los miedos que yo tenía y darme cuenta de que hoy realmente vivo muy tranquilo. Creo que soy una de las personas más felices que existe. Parte de la felicidad es saber que nos vamos a morir. Siquiera que no somos eternos. Cuando estaba chiquito quería ser inmortal, ahora agradezco que no lo seamos. El fin del mundo es cuando uno se muere, cuando el mundo se acaba para mí”.
Desde hace treinta años, Gabriel Mesa Nicholls carga un poema de Constantino Cavafis. Lo saca de su billetera y lo lee en voz alta:
“Los días futuros se yerguen ante nosotros
como una hilera de pequeños cirios encendidos,
dorados, tibios, vivaces, cirios encendidos.
Los días pasados quedan entre nosotros,
triste hilera de cirios apagados.
Humeantes aun los más cercanos,
fríos, cirios derretidos y doblados.
No quiero mirarlos, me entristece su forma
y me entristece recordar su luz primera
Miro hacia adelante mis cirios encendidos
No quiero volver la cabeza
y constatar, temblando, cuán rápido
va creciendo la hilera sombría
tan pronto se multiplican los cirios apagados”.
Los trasnochos de médico se transformaron en desvelos creativos: el artista duerme poco “porque la vida es muy corta” y si duerme menos... tal vez esté viviendo un poco más. Evade la pequeña muerte del sueño profundo.
Gabriel Mesa Nicholls confía en ese factor externo, incontrolable, que es el azar. Y en una fuerza interna a la que pocos atienden: la intuición.
Para él, la vida es un gran experimento. Cada una de las piezas que exhibirá en la Universidad Eafit es una epifanía cotidiana que necesita de un detonante para transformarse en obra de arte: la mirada del espectador I