Cada tanto pasa: un lector se detiene más de la cuenta en un artículo, en el capítulo de un libro y percibe el eco, el rastro de algo visto en otro lado: las mismas palabras pero con acento distinto, dichas en un tono diferente. (Tras casi ocho años de pleitos en los juzgados, en 2010 la Corte Suprema de Justicia condenó a la docente y poeta Luz Mary Giraldo a pagar cinco salarios mínimos al comprobar que tomó párrafos enteros de la tesis de grado de Rosa María Londoño para usarlos en un ensayo).
A veces el lector deja libre la intuición y esta termina por diluirse con el paso de las horas y los ajetreos de la vida. A veces, por el contrario, activa las alarmas: husmea, googlea, busca y busca hasta dar con la aguja en el pajar del internet. (En 2012, Alfaguara decidió no lanzar al mercado El corazón del escorpión, novela de Joseph Avski –ganadora del IX Concurso Nacional de Novela Cámara de Comercio de Medellín–, a pesar de haberla impreso ya, por los señalamientos de plagio por parte de Alberto Salcedo Ramos, un peso pesado de su catálogo).
El hallazgo se transforma en un tsunami de trinos, en la causa transitoria del debate en redes sociales y programas televisivos: llega a los titulares de la prensa y su permanencia en ellos depende de la celebridad del infractor. (Desde 2013 la mancha del calco persigue a la columnista Catalina Ruiz-Navarro: la profesora Elsy Rosas Crespo y el portal Plagio S.O.S la han acusado de no respetar las normas de citación y presentar pasajes ajenos como propios).
La opinión pública se convierte en un cuadrilátero. Los argumentos para amarrar al sospechoso al cepo del desprestigio y el desempleo alternan con las manifestaciones encaminadas a matizar el lío y considerarlo un desliz. (A inicios de febrero, Bacánika y El Espectador eliminaron de sus web notas de la periodista Camila Builes al recibir del público evidencias de plagio: después de descubrirse la inclusión literal de fragmentos de un escrito de Anne Boyer en un artículo sobre la diabetes, la bola de nieve siguió: una reseña suya de 2020 fue retirada de El Espectador por incluir un párrafo exacto de un ensayo de Jorge Carrión).
Vistas así, las cosas son simples: el plagio es hurto. Robar la voz. En la academia y en el periodismo adjudicarse la obra de otro constituye una infracción grave, delicada: se gana el pan con el sudor del colega.
Frente a estos casos, la discusión se limita a señalar al culpable, a desdibujarlo al grado de convertirlo en un monstruo sin ética. Casi nunca se dirige la mirada hacia los protocolos de editores y jurados para evaluar los textos y dar luz verde. Tampoco se formulan preguntas de las causas del plagio sistemático en universidades y medios noticiosos. Resulta sencillo y práctico leer el asunto como una perversión individual.
No obstante, ¿qué mecanismo mental le hace creer a alguien que a punta de padrenuestros ajenos puede paladear las mieles de la fama? Tal vez hoy no, quizá mañana tampoco, pero algún día la guillotina cortará la reputación.
En la época de internet y de audiencias veedoras, la apuesta por el plagio es un riesgo grande. Una vez se detecta el primer error, el trabajo del salpicado carga sobre sí el estigma de la suspicacia: toda la trayectoria queda en entredicho.
¿Hay plagio en el arte?
Las discusiones sobre plagio en el arte son terreno minado. ¿La mona Lisa de Dalí es una copia de la de Leonardo?, ¿plagia Tarantino al utilizar con Uma Thurman en Kill Bill un vestuario amarillo con una franja negra, idéntico al de Bruce Lee en Juego con la muerte?
Un motivo poderoso diferencia estos casos de los aludidos antes: se trata de obras que aspiran a la categoría de arte, no de una noticia, un artículo de prensa ni un paper académico.
Hay diferencia entre un plagio y una reinterpretación. El primero busca enmascarar, ocultar la procedencia original e intenta ser fiel, sea para beneficio económico o para satisfacción del que copia: es común ver en los museos personas que van a copiar a un maestro. La reinterpretación es distinta: reconoce su naturaleza subsidiaria, de reescritura, tiene una intención y va más allá de la copia, porque hace una modificación visual desde la composición o el contenido; amplía el rango conceptual inicial, explica el curador Carlos Uribe.
Hay límites difusos, sin embargo, y varias reflexiones.
Pensemos un ejemplo extremo: un literato menor decide escribir palabra por palabra El Quijote, la novela de Miguel de Cervantes. No recrearlo ni conferirle nuevas aventuras al personaje. No: toma el lenguaje y las acciones de la novela y los transcribe sin modificaciones. La anécdota del burdo plagio –base del cuento Pierre Menard, autor del Quijote, de Jorge Luis Borges–, se vuelve interesante cuando uno se entera de los anhelos del protagonista: “Llegar al Quijote sin ser Cervantes”.
A la luz de esta idea, el arte está en el mundo y la labor del artista es la de encontrarlo, llegar a él. No la de inventarlo. Cuando lo hace deja de ser suyo para hacer parte del inventario común.
Bromas aparte, el texto representa y recrea las tensiones entre el yo y el arte. En este punto se produce un quiebre: la idea de plagio está enlazada a nociones surgidas en los tiempos modernos: el autor y la originalidad. El filósofo francés Roland Barthes ubica el nacimiento del concepto del autor –un sujeto concreto que escribe y se hace responsable– a finales de la Edad Media y como fruto del empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma.
Antes de esto, cada quien tomaba de la tradición y el acervo común lo que quisiese sin detenerse a pensar en derechos de autoría. En otras palabras, las obras de arte eran el producto de una cultura, no de un individuo.
Borrar las marcas individuales y los créditos personales fue y es una de las metas de las vanguardias artísticas. Al reflexionar respecto al tema, Barthes subraya la relevancia del crítico y poeta Mallarme pues para él “es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad (...) ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa”.
Algo de estas visiones sobrevivieron en el colectivo Dogma 95 –un grupo de cineastas daneses que propuso, entre otras cosas, eliminar el nombre del director de los créditos de las películas– y en los proyectos novelísticos del cuarteto Wu Ming: autores italianos que escriben trabajos colectivos y los difunden con la licencia Creative Commons.
Dichas propuestas procuran recordar una verdad demoledora: el lenguaje es de todos y en él todos nos sumergimo.s.
Ahora bien, con esos límites del plagio hay que tener cuidado. En periodismo, son inquebrantables.