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El maestro Álvaro Marín Vieco lleva medio siglo pintando lo mismo: cuadros sobre cuadros donde priman más los colores que las formas. El cuadrado ha sido su recurso para expresarse en el lienzo. Tiene 77 años y un asma que a ratos lo ahoga para hablar.
Odia dos días: los domingos porque no se trabaja y los viernes por esa sensación que obliga a salir a la calle. Prefiere los lunes o los martes. “Soy un atravesado, me gusta hacer todo al revés; beber un lunes en El Guanábano es lo mejor”. Esos días es cuando también va y baila salsa a un bar en El Poblado. Y baila solo: no le gusta acompañado. “Y hago show, hago show”, dice. A las 10:00 de la noche ya está en su casa donde lo esperan sus tres perros labradores: Uberto, Lola y Brandy.
Su galerista de toda la vida, Alberto Sierra, le decía que era un pintor abstracto con vida de telenovela. Es dicharachero, se ríe, habla duro, grita, patalea. Cuando pinta es un contraste: se vuelve en un ser racional y emotivo. Es otro. El contraste para él es el sostén de la forma, de todo.
“Me saca la rabia que me manden y los viejos pendejos godos, los que critican todo lo nuevo. Mi hermana es muy querida y un día me preguntó que cuál era el aporte de Maluma a la cultura y le dije que el mismo del tío Carlos Vieco, pregunta tan guevona, entiendo que no les guste, pero que respeten. Critican el perreo, pero no dicen nada del porro y el tango que son bastante sensuales”.
Cuando Marín Vieco pinta solamente usa magenta, cian y amarillo. Con esos tres colores puede crear más de 600 tonalidades.
“Yo presento colores, soy concreto, esa palabra me gusta más que abstracto porque es muy difícil de pronunciar y la abstracción es de una cosa sacar otra y yo comienzo desde cero con el papel en blanco. Yo no pinto abstracto, sino concreto, y eso es muy difícil cambiar en la imaginación de la gente”.
Y así lo hace desde los años 70 cuando comenzó a pintar: fue una manera de salirse del espectro porque “antes los colores de Medellín eran muy pobres en violetas, eran fríos”. También por economía del color y porque le dan la posibilidad de “como dicen las señoras, tener una paleta mucho más amplia”. En 1976 cuando era profesor en la Universidad de Antioquia llevó la idea del magenta: se lo gozaban, no le paraban bolas. Hasta el pintor Fredy Serna sacó un color que se llama “Magenta Marín”.
Cuando pinta no pone música, pero tampoco le gusta estar en silencio. Siempre busca cómo evitar que le lleguen los ruidos externos. Prende la radio para escuchar las noticias. El silencio no le gusta, por eso hasta duerme con el televisor prendido.
Pinta con brochas y no con pinceles. “No nací con un pincel en la mano, me chocaba mucho ver ese arte señorero, cual caballete, los odio. También me gustan las brochas por llevar la contraria, rebeldía”. Para pulir las brochas les corta las puntas con unas tijeras y con papel lija las suaviza. Hace cinco años no compra brochas.
Cuando pinta es un tipo que recuerda su niñez, muy enfermo, en el barrio Prado Centro, muy apegado a la música clásica que escuchaba su padre. Un niño rodeado de juguetes y lápices de colores y uniformes de fútbol. Una vida colorida.
No tuvo formación artística, no fue a la universidad: aprendió a pintar viendo revistas de arte internacional y escuchando a la crítica de arte Marta Traba en los 70. Hizo parte del grupo conocido como ‘Los once antioqueños’ que estuvieron detrás de la idea de crear el Museo de Arte Moderno de Medellín: “Ahí está, construido por nosotros a punta de carreta”.
Disfruta escuchar música: desde el reguetón y hasta el jazz. No le gustan los bambucos. En la música encuentra una relación total con lo que hace. Ese color y forma, el ritmo, la alegría, la tristeza. “Mi vida ha estado entre la parranda y la disciplina, uno tiene que ser muy responsable con su trabajo, nunca estoy borracho para pintar, pero sí disfrutar la vida. Para pintar siempre estoy sobrio, es para lo único que me gusta estar sobrio”.
Es de pocos agüeros, pero tiene uno para la buena suerte: usar una pañoleta roja en el cuello. Ya casi no toma, pero cuando le da el arrebato se bebe un whisky a las 10 de la mañana. Si está bien de salud se va con alguno de sus perros para una tienda a tomar tinto.
“Soy un enfermo con un morral al hombro, pero no terminal. Ya siento que me pesan los 77, pero hago ejercicio, voy al gimnasio y hago poquito, pero voy”. Los años le están pesando bastante, pero no se deja tumbar. El humor y la risa los sostienen.
El año pasado tuvo un episodio de depresión muy fuerte, entonces para salir de esa se fue solo para Tolú: se quedó en un hotel dos estrellas. “Pasé lo más de bueno tomando cervecita, comiendo camarones y por las tardes bailando en la playa. No hice más nada, estuve sentado viendo pasar el goce del costeño que es muy recursivo con el calor, se inventan todo”.
El maestro Marín Vieco dice que su papá murió de un infarto y que a él le gustaría “morir como un árbol que caiga, como puf”. No le gustan los hospitales, por eso es que trata de ser activo en lo posible. “Quiero morir bailando y riéndome en un motel para que digan que morí pichando, sería una buena herencia para los sardinos”.
Periodista. Hago preguntas para entender la realidad. Curioso, muy curioso. Creo en el poder de las historias para intentar comprender la vida.