“Las palabras son como monedas, que una vale por muchas como muchas no valen por una”. Francisco de Quevedo
Es un faro, sin duda, que da luz al principio del camino de letras que va a emprenderse. El epígrafe, esa frase, ese fragmento, ese verso ajeno o propio que se instala en la entrada de los textos como aviso que se cuelga en una portada, debajo del nombre del predio, y que si es ajeno se vuelve propio, es como una flor que uno toma de un jardín vecino para adornar nuestra casa.
Definido como un lema o pensamiento de un autor conocido, que sirve para ilustrar, sintetizar o ilustrar la idea general de un texto que bien puede ser poema, relato o ensayo, el epígrafe permanece enhiesto delante de la obra como un ángel guardián.
Sin embargo, el lector siente que este es inquieto o, más aun, ubicuo: no se queda inmóvil en un solo punto, el asignado ahí afuera de la obra, sino que vuela como un espíritu, invisible, sin ruido, por los aires del cuento, de la novela, del poema, del ensayo al que ha sido convocado.
Antes de seguir adelante, comencemos a degustar de esos deliciosos caramelos. Qué tal este, que ilumina la entrada de Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway:
Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti.
Este fragmento del poema Las campanas doblan por ti, del poeta inglés John Donne, definitivamente quiere sembrarnos una idea a priori: que la humanidad es unidad o algo así.
Bolso de explorador
Los epígrafes surgen de la lectura. Ya se ha dicho que los escritores son unos lectores distintos, que se internan en el bosque de las palabras como exploradores que quieren descubrir dónde nace el arroyo y dónde ponen los huevos las garzas.
Y en el camino va recogiendo un guijarro colorido aquí para su colección interminable de piedras; una concha de caracol allí, o una raíz más adelante que la Naturaleza talló en sus tiempos libres y el resultado es una figura de forma caprichosa que tal vez... ¡parece la cabeza de un venado!
Imaginemos a Mario Puzzo en los años sesenta del siglo pasado. Escribía El Padrino, esa poderosa obra sobre la mafia. En esos momentos, tal vez todo o casi todo lo que oía y veía y olía y leía y tocaba le hablaba de esos aspectos de la condición humana que estaba intentando revelar en su obra: la traición y la lealtad, el miedo y el valor, el engaño y la verdad, la ostentación y la sencillez...
Se internó en la maravillosa selva de La comedia humana, de Honoré de Balzac, ese colosal proyecto narrativo del francés que comprende más de noventa historias, y halló de pronto, metida entre la tundra, una piedrecilla graciosa. La echó en su bolso de explorador y, andando los días, habría de usarla para sorprender a quienes tuvieran intención de cruzar la entrada de su obra: Detrás de cada fortuna hay un crimen.
Esta frase se instaló como una especie de anunciación o de tesis en esa novela fundamental del siglo veinte.
Edgar Allan Poe, amante de acertijos y juegos de palabras, también lo era de los epígrafes. Perlas que iba encontrando y sentía la necesidad de exhibir en un lugar visible: justo debajo del título y justificado a la derecha, para diferenciarlo, adelante de algunos cuentos suyos.
Como en William Wilson, dicho sea de paso, uno de los diez relatos favoritos de Julio Cortázar. Un aterrador caso de dobles, en el cual el doble del narrador aparece cuando este actúa de manera poco ética. Allí, Poe saluda al lector con este epígrafe, frase extraída del poema Pharronida, de W. Chamberlayne.
¿Qué decir de ella?
¿Qué decir de la torva CONCIENCIA,
de ese espectro en mi camino?
Y así, con este aviso, el lector entra asombrado al cuento, sabiendo que esa voz que está con uno o, mejor dentro de uno, terminará aturdiendo al narrador. Este relato apareció por primera vez en una revista, en 1839. Un año más tarde, fue incluido en el libro Cuentos de lo grotesco y arabesco.
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Los epígrafes también sirven para poner a dialogar las obras entre sí
Álvaro Mutis decidió colgar dos frases tenaces a la entrada de La última escala del Tramp. Steamer, esa fascinante aventura a bordo de un buque carguero destartalado. Una tomada de El fantasma del buque de carga, de Residencia en la Tierra, parte I, de Pablo Neruda:
y un olor y un rumor de buque viejo, de podridas maderas y hierros averiados, y fatigadas máquinas que aúllan y lloran empujando la proa, pateando los costados,/ mascando lamentos, tragando y tragando distancias, haciendo un ruido de agrias aguas sobre las agrias aguas, moviendo el viejo buque sobre las viejas aguas.
La otra es un verso del poema Le Guignon o El mal sino, de Stéphane Mallarmé, que, traducido del francés al español, dice:
Siempre con la esperanza de encontrar el mar,
sin pan viajaban, sin cayado ni cántaro,
mordiendo el limón dorado del amargo ideal.
El diálogo es evidente entre las obras: el amor desventurado del relato de Mutis, entra en conversación con el caos interior del poema del chileno, en su incapacidad dramática de encontrar sentido al Universo, y con el destino trágico de los derrotados en el poema del francés.
Ajustan con precisión
Los epígrafes también parecen acomodarse al pensamiento, a las ideas de los autores que los toman en ese préstamo sin devolución. Parecen a veces ajustarse como fichas de rompecabezas en la obra de quien lo usa. Con un ejemplo se puede apreciar mejor:
A nadie debe resultarle extraño que Jorge Luis Borges, el creador de mundos de maravilla que no pocas veces uno toma por reales porque es capaz de dar fechas en las que sucedieron los hechos y hasta libros en que aparecieron, convocara para su relato El milagro secreto, incluido en Ficciones, obra publicada en 1944, unos versos del Alcorán o Corán II, 261 igualmente maravillosos:
Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo:
—¿Cuánto tiempo has estado aquí?
—Un día, o parte de un día, respondió.
Es como si el argentino, a la hora de ubicar su epígrafe, se dijera: “si no ha de asombrar tanto como lo que contaré, no vale la pena”.
Ese cuento de Borges alude a un Jaromir Hladík, autor de la tragedia Los enemigos, en la que mencionan a un místico Jakob Boehme, que, según la historia, vio a Dios en un plato de peltre. Arrestado por la Gestapo, lo acusaban de sustentar su obra en bases judías.
Este epígrafe está relacionado con el tema del tiempo detenido o subjetivo. Y en El milagro secreto el tiempo también se detiene. El universo físico se detiene en el momento del fusilamiento.
Ni tampoco es extraño que Flannery O’Connor, la colosal escritora norteamericana, cristiana como era, hubiera usado en el título mismo y en el epígrafe de una de sus novelas, versículos de la Biblia. Se trata su obra Los violentos lo arrebatan y de su epígrafe, que dice así:
“Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan”. Mateo 11:12.
¿Y acaso no vamos a mirar qué pasa en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha? Uno diría que hacen de epígrafes los sonetos. Entre ellos, este en el que están apenas acabadas las dedicatorias y cartas. Uno de ellos se titula Al libro de Don Quijote de la mancha y se atribuye a Urganda la Desconocida, que no es otra que la maga protectora del Amadís de Gaula:
Si de llegarte a los bue-,
libro, fueres con tu letu-,
no te dirá el boquirru-
que no pones bien los de-.
Mas si el pan no se te cue-
por ir de manos de idio-,
verás de manos a bo-
aun no dar una en el cla-,
por mostrar que son curio-.
Y pues la experiencia emse-
que el que a buen árbol se arri-
buena sombra le cobi-,
en Bejar tu buena Estre-
un árbol real te ofre-
que da príncipes por fru-
en el cual florece Du-
que es nuevo Alejandro Ma-:
llega a su sombra; que a osa-
favorece la Fortu-.
De un noble hidalgo manche-
contarás las aventu-,
a quien ociosas letu-
trastornaron la cabe-
damas, armas, caballe-,
le provocaron de mo-
que, cual Orlando Furio-.
Para acabar la magia de la maga con un plumazo de pragmatismo, digamos que este soneto es entonces del propio Cervantes.
El más conocido de los poemas de Porfirio Barba Jacob, Canción de la vida profunda, ese que dice, entre otras cosas:
“Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,/ como las leves briznas al viento y al azar./ Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe. / La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar”.
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Está antecedido por una frase tomada de un ensayo de Michel de Montaingne, que indica: El hombre es cosa vana, variable y ondeante...
En La casa de las dos palmas, Manuel Mejía Vallejo acude a un verso de Álvaro Mutis, un poco alterado: Que nos acoja la muerte con todos los sueños intactos, cuando el original, tomado del poema Amén, dice: Que te acoja la muerte/ con todos tus sueños intactos (...)
En fin, la idea es invitar al afanado o descuidado lector que no lee epígrafes, y tal vez pase sin detenerse por las dedicatorias, la portada, la página legal, la solapa y la contracarátula, que en lo sucesivo no siga de largo, porque se pierde parte de la miel estando servida.