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La final del mundial de fútbol vista por alguien que casi no la vio

Relato del escritor Luis Miguel Rivas, quien tuvo el privilegio de vivir en Buenos Aires la final de la Copa Mundo 2022.

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23 de diciembre de 2022
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Hoy los jugadores de la selección argentina de fútbol se pasaron cinco horas viajando en un bus descapotado bajo el sol asesino de este verano, a una velocidad de tres kilómetros por hora, en medio de una multitud de millones de personas que los esperaba y los ovacionaba. Al final no pudieron llegar al Obelisco, el lugar emblemático donde se celebran los grandes momentos de la historia de este país, y tuvieron que ser recogidos por un helicóptero que los salvó de la insolación y de la gente y los transportó a la sede de la AFA. Pero ese detalle no ha interrumpido una celebración que continuará, quién sabe por cuánto tiempo, en todos los rincones del país, y que empezó el pasado domingo, después del espeluznante partido que los argentinos vivieron y sufrieron en casas, calles y espacios públicos, a través de las pantallas.

La final del mundial de fútbol vista por alguien que casi no la vio

Uno de esos espacios públicos, con pantalla gigante, es el parque Centenario, a donde llegué el domingo a las 11 de la mañana luego de hacer combinación entre las líneas C y B del subte. Bastó salir de mi casa para sentir que no estaba pisando las calles de una ciudad sino flotando en un estado de ánimo. Los pasillos y vagones del subterráneo eran conductos por los cuales fluía, más que gente, una energía que apenas alcanzaba a ser expresada con arengas y cánticos y brincos. Hasta la voz institucional que dicta los nombres de las estaciones estaba contagiada de ese espíritu: “Les pedimos, por favor, que no salten: somos todos argentinos, no somos ingleses”, soltó el altoparlante con un tono de socarrona complicidad, después de una explosión multitudinaria de saltos y canciones que había removido el tren; y más tarde, volviendo a la impersonalidad de los anuncios usuales: “Próxima estación: Diagonal Norte, estación cercana al Obelisco. ¡Aguante Argentina!”.

En el parque Centenario, luego de hacer una fila de dos cuadras, abro trocha en medio de la manigua de cuerpos abigarrados y caras nerviosamente alegres, frente a la pantalla inmensa, y me acomodo al lado de una pareja que no para de besarse y fumar de una marihuana exquisita, con la inútil esperanza de que me inviten a alguna de las dos cosas; luego, sin necesidad de besos ni plones, el mundo desaparece en un instante con el silbato inicial y el primer rugido multitudinario que remueve el aire la tarde. El segundo estertor colectivo deja temblando las hojas de los árboles a los 20 minutos, cuando el árbitro marca un penal que a todos les parece legítimo por el simple hecho de que les conviene. Entonces, el retumbar multitudinario de la palabra mágica: ¡Messi, Messi, Messi! y el silbato y ¡Gooooool, la concha de tu madre! Siguen unos minutos de éxtasis y arrobamiento general ante el perrenque y la calidad del juego del equipo, que en el minuto 35, gracias a la pierna larga del descuajaringado Di María, celebra el segundo gol.

La final del mundial de fútbol vista por alguien que casi no la vio

En ese momento, con la diferencia en el marcador y la clara superioridad de Argentina, doy el partido por sentenciado y decido desplazarme hacia el Obelisco para esperar allí la celebración masiva, porque sé que más tarde será imposible encontrar transporte público. En el subte de regreso hay muy poca gente. En mi vagón solo un par de chicas con la bandera en la mano y los cachetes pintados de blanco y azul, las cabezas juntas frente a la pantallita del celular en el que van viendo el partido; dos mujeres y un niño, con la camiseta de la selección, que tal vez van a ver el segundo tiempo en la casa de algún familiar; y un hombre solo, de gafas oscuras, camisa de lino color crema y zapatos recién lustrados, ensimismado pero no triste, ajeno a todo, con un cansancio filosófico que lo hace parecer de otro mundo más elevado y más jarto.

Al llegar a la estación Callao el altavoz anuncia que ahí termina el viaje porque en la zona de las estaciones siguientes se aglomerará la multitud con impredecibles peligros para el tren. Me bajo y camino detrás de la gente que ha descendido de los otros vagones. Veo el 10 estampado debajo del nombre Messi en la espalda de un señor de hombros caídos que camina algo rengo; lo paso y encuentro un Messi de cabeza pelada que abraza a una Messi de nalgas suculentas y pelo ensortijado; luego llego a la altura de un Messi gordo y crespo llevando de la mano a un Messisito de unos cuatro años que arrastra un dinosaurio de peluche; en las escaleras eléctricas alcanzo una Messi de canas y cuerpo encorvado apoyada en un bastón y luego dos Messis adolescentes que van palmoteándose y riendo detrás de un Messi musculoso con un tatuaje de Messi en el brazo. Salgo a la calle y veo Messis y Messis por todos lados y creo haber surgido a una realidad distópica donde todo el mundo es la misma persona sin dejar de ser cada uno.

Tomo la calle Corrientes, cerrada para el tránsito de vehículos. Diseminados a lo largo de la calle y las aceras hay puestos improvisados de vendedores: banderas a 1000 pesos, trompetas a 500, gorras a 800 y camisetas a 2500. Y afiches de Messi besando una copa que todavía no se ha ganado. Veo grupos de gente arremolinada junto a los ventanales de los bares y pizzerías, mirando el partido a través del vidrio. Han armado ahí sus propias tribunas, tocan las cornetas y ondean las banderas mientras toman cerveza en lata y fernet con coca cola en botellas plásticas cortadas a la mitad, a manera de vasos grandes. Y otros con sus termos y sus mates hirvientes en medio de semejante calor. Un chico con la bandera argentina como capa se ha trepado en el semáforo peatonal de la esquina y desde ese puesto privilegiado mira hacia la pantalla que está en el interior de un negocio.

A la altura de Uruguay y Corrientes un gordo inmenso se ha tirado en el asfalto ardiente y lleva quién sabe cuánto tiempo dibujando con tizas de colores un Messi descomunal, perfecto, alrededor del cual orbitan los rostros de los demás jugadores de la selección, junto a un tarrito con un letrero: Colaboración a voluntad.

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Entre Talcahuano y Libertad una bandera gigante flamea en medio de infinitos copos de nieve que caen en pleno verano; dos manos nudosas de venas brotadas sostienen con dificultad el asta gruesa y pesada en mitad de una multitud vociferante: “muchacho, ahora nos volvimo a ilusionar, quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial”, mientras otras manos: negras, blancas, mestizas, grandes, pequeñas, viejas y jóvenes, detonan aerosoles de espuma y llenan el aire de infinitas partículas flotantes que refulgen con el sol.

Más adelante, ya casi en la 9 de Julio, otra muchedumbre grita y manotea pegada a la fachada de la parrilla Revire. Me meto rozando codos y hombros hasta llegar a la puerta de vidrio. No se ve nada: sombras y borrones en una pantalla lejana. Entonces me doy cuenta de que la gente en realidad no está viendo el partido, sino que lo intuye, y que no importa el juego verdadero si no el que se imagina y se sufre.

Pasando la calle, en la acera de enfrente, un tumulto de personas silenciosas y atentas se apiña frente a un celular levantado por una chica rubia con camiseta del equipo y minifalda negra. Una selfie multitudinaria. Son unas treinta personas, debe ser una familia completa, con primos lejanos y la novias y novios de todos. ¿Si cabrá tanta gente en una sola foto?, me pregunto y sigo hacia el Obelisco.

La final del mundial de fútbol vista por alguien que casi no la vio

En la base del monumental monolito, muchachos sin camisa montados en la baranda cantan y revolean remeras al ritmo de los tambores. Pero hay algo en el tono de ese ditirambo que me parece más protocolario que triunfal. Falta el acostumbrado retumbar del triunfo total en esa alegría. Busco un atisbo de sombra para mirar la pantalla del celular y encuentro el dato que me explica lo que pasa: Argentina 2, Francia 2. No puedo creerlo, ¿A qué horas empataron? Ya están en el tiempo suplementario.

Vuelvo a la montonera frente a la parrilla Revire en el momento en que la gente lanza un grito estertóreo que sin embargo se corta de plano. Lamentos y bufidos. De inmediato una chica convoca la atención y dice que sí fue gol, que lo que pasa es que la señal está retrasada en ese restaurante. Insiste hasta que todos le creen y vuelven los saltos y los gritos y la nieve flotando en el aire: Goooooool de Argentina. En medio de la celebración un grupo de chicos me rodea con aire malicioso, los ojos fijos en mi teléfono. Salgo del tumulto y noto que dos de ellos me siguen. Me escabullo entre la gente hasta que los pierdo. ¿Tendré mucha cara de turista?, ¿será pura paranoia colombiana la mía?, me pregunto. Ahora que escribo sobre ese momento pienso que nada malo me habría pasado. Lo compruebo después de ver en Instagram el video de una chica a quien un ladrón arrepentido le devolvió el celular que le había robado para no dañarle la alegría a nadie en ese día.

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Deambulo sin rumbo y vuelvo a encontrarme con la familia multitudinaria de la selfie. Están en el mismo lugar, en la misma posición, como si la realidad se hubiera convertido en la foto que estaban tomando. Me acerco y me doy cuenta de que están viendo el partido en el celular que la niña mantiene levantado. No puedo más que admirarme por la resistencia de ese brazo y el espíritu de servicio de la muchacha.

Un bronco uoooooouu, me atrae de nuevo a los predios del Obelisco. Un lamento multitudinario y después silencio. La gente se agarra la cabeza. Nada bueno puede estar pasando. Y en el momento de mayor tensión, cuando parece que la gente más lo necesita, aparece entre la multitud la figura en tamaño natural de san Messi. Es la cara del jugador en el cuerpo de san Judas Tadeo, el santo de las causas difíciles y desesperadas. Una parejita de jóvenes lleva el afiche como en procesión, sin ningún gesto relevante ni ostentación alguna, una presencia genuina que no busca ni necesita más que estar ahí. La gente se detiene a su paso, algunos sonríen y otros se echan la bendición. Detrás del santo una morena de rasgos aindiados ofrece gorras con los colores de la selección. Se acerca, me invita a leer la biblia y me asegura que Dios viene pronto y que por eso Argentina va a ganar.

Creo que es el momento de la devoción en esta sociedad agnóstica porque sobre una de las barandas que controlan el paso a la calle resalta la figura de un niño que repite sin parar el gesto de la cruz entre la frente, el pecho y los hombros. Me acerco. Abajo del niño hay un viejo en silla de ruedas, con la cabeza gacha, pegado a un gran parlante. A su alrededor una docena de hombres y mujeres escuchan, compungidos, la transmisión radial de los últimos minutos del tiempo suplementario. Una mujer se lamenta: “Señor, terminá esto pronto, por favor, que yo no puedo aguantar más”. Parece que el Señor la escucha porque el partido se termina en el acto. La gente se dispersa y voy hasta el borde de la plaza semicircular que da al Mc Donalds. Me siento en un muro que me quema las nalgas y me entero de los penaltis por los gritos y los gestos. Un desgañitado: ¡Dibu te amo!, seguido del rugido general; un alarido de euforia seguido por un silencio cerrado y los rostros constreñidos; al final un: “Vamos Montiel” y luego el estertor de los estertores, el temblor de tierra, el rugido más ensordecedor del león más bravo. Gritos, saltos, llantos, abrazos, espuma, pólvora. Armónico caos. Todo se ve opaco y se oye confuso, todo es irreal, la “fata morgana” de la gloria. Pienso que el bramido del fin del mundo debe ser muy parecido al del comienzo de la plenitud. En un par de segundos hay gente montada en lo más alto que pueda encontrarse: postes, techos, semáforos y hasta la punta del Obelisco. Una pareja a medio cubrir con la bandera argentina, que probablemente acaba de cumplir la cábala de tener sexo durante el partido, se asoma por una ventana y saluda al mundo. Abrazos indiscriminados, manos extendidas al cielo, lágrimas. No hay personas, hay un solo espíritu, una nacionalidad. Recuerdo la definición de un niño en el libro Casa de las Estrellas: Patria: un partido de fútbol.

Corrientes se convierte en su nombre: un torbellino de gente, azul y blanco, que viene a desembocar al Obelisco. Surge una bandera inmensa, no se sabe de dónde, que se va desenrollando hasta ocupar todo el ancho de la extensa calle, y sostenida en los cuatro lados por cientos de manos empieza a ondear como la superficie del río de la plata resplandeciendo bajo el calor infernal de diciembre.

Me ahoga tanta emoción que no alcanza a ser completamente mía y tomo hacia mi casa por toda la Nueve de Julio en dirección Sur. Avanzo a contracorriente de otro torbellino que se aproxima desde Constitución y Avellaneda. Todas las edades, todas las clases sociales, todos los géneros, todas las ocupaciones, todos los niveles morales, todas las alturas y abismos. Toda la gente de este país. No paran de pasar frente a mí y pienso que la cifra de 45 millones de argentinos es incorrecta, muy poca. Sin contar a los seres de otras realidades que se desplazan hacia la celebración: Papá Noel metido en su traje polar en medio de la canícula chicharroneante, un Jesucristo a semi barbar con la sonrisa dulce y la bandera en el hombro, Spiderman con un gorro albiazul de arlequín y El Santo, fuera del cuadrilátero, que vino a saldar los malentendidos entre argentinos y mexicanos.

Llego a San Telmo, mi barrio, y voy a una parrilla en la calle Chacabuco. La dueña, una rusa que lleva muchos años viviendo en Argentina, se ha parado en mitad de la calle con una botella de champaña en la mano. También aquí la calle es un río de gente y la rusa brinda invitando a todos a tomar a pico de botella. Cuando la botella se termina manda a destapar otra y otra y otra más. Brindo con ella varias veces, pido una cerveza en lata y me meto entre la corriente, me dejo llevar por el gentío que inunda Chacabuco. Desaparezco de mí entre el efecto del licor y la multitud, me borro, dejo de cargar conmigo. Me congracio con los gritos de altivez y los pechos inflados (“somos los mejores, somos los campeones del mundo”) en medio de ese torrente amoroso y despersonalizado y por un momento entiendo la fuerza de esa corriente. Pienso en una soberbia que llevada hasta las últimas consecuencias se trasmuta en humildad y un orgullo que ejercido sin tapujos se parece mucho a la falta de ego.

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