En las noches había en el aire una sensación de humedad, una agitación que envolvía toda la unidad deportiva Atanasio Girardot, y parecía que nunca se iba pero se fue hace dos meses.
De todos modos a esa hora no hay muchos por ahí para notarlo. De pronto Guillermo de Jesús con su paciente cojera o José en algún paseo furtivo, o algún otro que cruza la Unidad mientras mira de reojo, porque por estos días casi todos lo hacen de reojo allí.
De día la vida se abre paso entre el silencio y los ojos desacostumbrados a tanta soledad. Los arbustos que conforman esa especie de calle de honor para quien se adentra o aleja del parque de Banderas crecen desaliñados, mientras la maleza, como la que está al lado del coliseo de gimnasia, traza nuevas fronteras desbordando el cemento.
Al interior del gigantesco escenario hay nuevas labores y usos. Un par de funcionarios de Espacio Público duermen la siesta sobre las mesas que normalmente sirven de comedor, sobre todo a los que entran y salen del complejo acuático César Zapata.
Cada tanto los funcionarios hacen ronda por los locales abiertos para vaticinar regaños policiales. Para Lina, que abre por primera vez las rejas del local 107, justo al frente de la instalación, un regaño es el menor de los males.
Bajó desde El Pinar acompañada por su nieto para darle vuelta al negocio que mantiene a su familia y el cual no abre desde hace casi 60 días.
Su nueva tarea consiste en separar las decenas de productos que vencieron en ese lapso y empacar los restantes para llevarlos a sus nietos. Ah, y si se puede, vender alguna cosa.
“Podemos trabajar, con cuidados, y llevar así la comida a la casa”, dice con ojos abiertos para reforzar la expresión de su rostro cubierto por un tapabocas.
Temores embotellados
En la zona norte, pasan dos señoras con impecable conjunto deportivo y buen trote mientras miran de soslayo el salpicón frío del negocio de Nelson que aguarda por compradores.
Su local, el número 48 frente al Obelisco, es uno de los siete abiertos en todo el espacio deportivo, y Nelson, uno de los pocos porfiados que le hacen frente a la soledad y tedio.
El permiso que concedió la Alcaldía para realizar actividad deportiva entre 2:00 y 3:00 de la tarde lo alentó a aprovisionarse con las frutas más frescas para reabrir su negocio. Pero su ímpetu ha menguado.
“Algo se vende, por lo menos para comprar dos libras de arroz. La gente pasa y se queda mirando el salpicón, pero vienen pocos y aún más son pocos los que compran. Traen su agua, sus bebidas desde la casa. Hay cierto miedo a comprar en la calle”, dice.
La semana pasada, el Inder reportó que cerca de 500 personas diarias realizaron prácticas en la Unidad durante el horario permitido.
Esta no es la cifra real, la cual es más alta aunque imprecisa, pues es un tanteo que hace un puñado de colaboradores de la entidad durante esa hora. Y, en cualquier caso, como dirá más adelante don José, si a alguien no le pertenece este lugar es a la Alcaldía –el Inder–, aunque sean estos los que administren.
Sea cual sea el número real de las personas que, cumpliendo horario o zafándose de este, han salido a sudar en la meca del deporte de la ciudad, es una lágrima comparada con su pulso normal, en el que, solo el Complejo acuático, recibe semanalmente 15.000 personas.
A eso de las 11:00 de la mañana, es decir, en horario prohibido, un conteo a mano alzada advierte de 50 personas trotando, patinando o paseando alrededor del estadio. Hablan bajo pero se escucha casi todo. Y es que solo un negocio, el único abierto entre los que se ubican al lado de la Cancha Marte, se aventura a ponerle ritmo a la jornada aunque sin mucho acierto. Suena una canción en la que el Caballero Gaucho lamenta con compás lastimero que la gente diga que es un borracho sin medida, o algo así.
Cementerio sin olores
Guillermo de Jesús Calderón es un “lavador de carros profesional”, como dice con orgullo. Vive en una pensión en La Iguaná, de donde sale todos los días a rebuscarse la comida, el arriendo y dar largos paseos por el estadio apoyado en su bastón.
No lava un carro hace mes y medio, y extraña eso, por supuesto, pero sobre todo ver la vida normal de la zona. Y es que hay quienes, como él, solo encuentran en esos lugares que transitan diariamente lo que la mayoría de las personas hallan al llegar a casa.
Tal vez por eso perciba mejor que otros lo que se ha ido del lugar en estos dos meses.
“Esto se volvió como un cementerio, pero peor, porque en ellos hay olor a flores. Acá esa sensación como de calidez, de humedad por toda la gente haciendo deporte, el ruido, todo eso se fue”, dice.
Aún así prefiere el optimismo. Los parroquianos que llegan “graniados” lo invitan a pensar que el regreso será pronto. Por ahora espera, como aguardan muchos detrás de los mostradores o vigilando pegados de los enrejados, como Luis Sepúlveda, quien confía en que sus días cuidando solo concreto y enseres, acaben pronto.
“Claro que hace falta la gente pero todavía no hemos sabido nada nuevo. ¿Ustedes han sabido algo?”, pregunta casi por reflejo.
Lo único que se sabe es que el ministro del Deporte, Ernesto Lucena, manifestó que hay, al menos, 15 disciplinas consideradas de bajo riesgo de contagio, que podrían volver a partir del 15 de junio.
Esto abriría las puertas, entre otros, de la Liga de Tenis, el estadio de atletismo Alfonso Galvis y un par de coliseos que, eso sí, aguardan lo más impolutos posibles a juzgar por los colaboradores del Inder que se mueven con prontitud entre los ellos arrastrando carros de mercado con decenas de escobas y trapeadores.
Marcando territorio
Con buen tiempo por delante y con todas las máquinas a su disposición, Kevin Gómez se dispone a alzar pesas en el gimnasio al aire libre que marca la frontera de la Unidad, diagonal a la estación Estadio, un submundo dentro habitado por la más variopinta clientela, desde jíbaros hasta gomosos del ejercicio de tiempo completo.
El fin de semana, le contaron a Kevin, hubo amague de tropel entre la policía y las personas allí presentes, por burlar la prohibición de distanciamiento y horario.
Para José, quien hace ejercicio escoltado por la perrita Canela, un poco más allá donde están las máquinas para los adultos mayores, las prohibiciones en un lugar como este no tienen sentido.
“Yo vengo acá hace 40 años, vivo en la Floresta, aquí queda el patio de mi casa. Ni dejé de venir ni un día aún en cuarentena. Esto tiene vida propia y es de la gente”, cuenta mientras su Canela se revuelca, a placer, en la tierra aún húmeda.
Precisamente los perros son los que más jugo le han sacado al nuevo entorno. Con más espacio para correr, sin tantas restricciones de sus dueños, con mangas más altas para juguetear, son, por ahora, los dueños del lugar dedicado a los deportes.
La vida se abre paso, y si es verdad que la unidad deportiva es un ente vivo, hallará la forma de moverse y adaptarse al son que le toquen.