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A la mesa del sombrero: Amor Índigo, de Michael Condry

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20 de junio de 2014
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Si el cine fuera un mundo, habría un país llamado Michel Gondry. Tendría una bandera de todos los colores, se escucharía buena música donde quiera que uno fuera y sus habitantes borrarían recuerdos de su mente y cabalgarían entre las nubes, montados en caballitos de juguete, con la misma sensación de normalidad de quien ve llover. Para visitar ese país habría que estar preparados, de la misma manera en que uno debe ponerse vacunas para viajar al trópico.

Porque el espectador que asista a ver "Amor índigo" (y la queja por el pésimo nombre escogido por los distribuidores esta vez es más grave, pues la novela de Boris Vian en que se basa la película tiene desde hace mucho un título traducido al español: "La espuma de los días") debe ir a la sala de cine listo para enfrentar una estética y una narración que se escapa de los convencionalismos a los que estamos acostumbrados, si no quiere sentirse tan perdido y desubicado como Alicia en el país de las maravillas.

En el mundo de Gondry —que adapta una novela de Boris Vian, casi un alma gemela del francés en lo que se refiere a sus múltiples intereses y trabajos en distintos campos del arte— no se puede esperar una lógica distinta a la del delirio. Aquí los timbres son insectos que caminan por las casas mientras suenan, la comida puede salir por las canillas de la cocina y un ratón (que es, además, un hombre vestido de ratón) es saludado por el protagonista cada vez que se levanta, como si fueran amigos.

No hay que dejarse engañar por la información de prensa que pretende vendernos "Amor índigo" como una comedia romántica o emparentarla con "Amelie". Aunque es verdad que Audrey Tautou actúa aquí con sus acostumbradas morisquetas como Chloé, la chica de la que Colin, el personaje principal, se enamora, y que al comienzo el tono de la película es juguetón y jocoso, no podemos desconocer que debajo del disfraz alucinado que le pone Gondry con su puesta en escena, hay un relato pesimista y oscuro sobre lo que significa "madurar". Porque después de un comienzo en que es todo brillo y momentos encantadores para Colin sus amigos y sus espectadores, llega el matrimonio y de ahí en adelante todo es cuesta abajo.

Aparecerán a través de metáforas visuales, algunas mejor dibujadas que otras, la enfermedad que nos ataca y nos tiene a su merced, la obligación de trabajar para pagar las cuentas, la violencia que saca de nuestras almas las armas para aterrorizarnos, el envejecimiento inesperado de los amigos y hasta los falsos ídolos culturales que nos apartan de lo que realmente importa, como Jean-Sol Partre (no es difícil saber de quién se burlaba Boris Vian). Gondry acompaña ese descenso pesimista a un mundo en blanco y negro, con la recursividad y la imaginación que caracterizan su trabajo (recuerden "Be kind rewind" o "La ciencia del sueño") pero en un grado tan excesivo y con tal vértigo que el conjunto final luce vacuo y sin sentido.

Ir al país Michel Gondry no siempre es un viaje de placer.

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