Algunos lectores me han preguntado sobre el significado del nombre de mi columna: ad libitum -del latín-. Responderles me sugiere un análisis que quiero compartir y resumiría en una pregunta que desinfla nuestras propuestas educativas: ¿cuántos de quienes terminamos la escolaridad seguimos escribiendo?
Si nos han escandalizado los hallazgos de los estudios académicos sobre cuántos leemos, más preocupante es el dato de cuántos escribimos. Nos sorprenderíamos al determinar esa cifra, pues lo generalizado es que no volvamos a escribir después de terminar nuestros estudios, incluso de universidad.
Ahora, ¿cuáles son las razones para que se dé el abandono de uno de los objetivos fundamentales de la escuela? Seguramente, habrá muchas. Me refiero a la que ha reclamado toda mi atención.
Posiblemente, los motivos del desencanto con la escritura los podamos encontrar en los modos que fueron utilizados para inducirnos en esta destreza del lenguaje. El interés del maestro se centraba más en la forma como escribíamos, la gramática, la ortografía y la sintaxis, que en lo que queríamos expresar.
Aquello que reclamaba nuestra escritura quedaba invisible ante los ojos del maestro que sólo buscaba tildes, concordancias gramaticales, ortografía, signos de puntuación y todos esos cuidados que recomienda Daniel Cassany en su " Decálogo de la redacción ".
La escuela, ceñida a esos aspectos de claridad y pureza, terminó matando el entusiasmo por la escritura. Tras la preocupación por la forma, se nos esfumó el gusto por ese canal de expresión que habíamos visto asomar en los primeros años de la educación primaria.
La escritura quedó, entonces, como instrumento del examen, del registro, y nada más. Luego, en la vida de adultos, es muy posible que sólo nos sirviera como instrumento para rellenar formularios y cumplir obligaciones burocráticas.
En el revés de estas prácticas podría estar la clave para rescatar los niveles de escritura, también de la lectura: ad libitum , a voluntad, en libertad, por el puro gusto de escribir o de leer, como lo ha resumido de forma extraordinaria Daniel Pennac en otro texto que recomiendo: " Como una novela ".
Cuando Rigoberto, en mis años de bachillerato, informaba en el gran salón la tarea de Lengua, no hacía más que entregarnos un pretexto para que sacáramos a flote todas esas sensaciones que construíamos en aquel tramo de nuestras vidas.
En algún momento, por ejemplo, decía: "Las columnas no sostenían el edificio", y, más que el título de una escritura de un mínimo de dos páginas, esa frase era un empujón para rumiar las preguntas que nos hacían procesión.
Dejemos que primero fluya el pensamiento, que tome cuerpo lo que queremos expresar. Las buenas formas las dará el mismo ejercicio de escribir, acompañado del hábito de lectura que inevitablemente devendrá.
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