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04 de agosto de 2012
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En una mirada retrospectiva por el camino de la vida, aparece inevitable el inventario de los amigos que nos hemos encontrado en las distintas etapas de este recorrido.

A quienes dejaron de serlo sin una explicación, el olvido los ha vuelto un amasijo borroso de recuerdos esporádicos. Otros han desaparecido sin decir adiós, pero sus nombres y los retazos de vida compartidos los hacen inmunes a las telarañas de la mala memoria.

Las amigas del colegio son capítulo aparte. Con ellas, volverse a ver es celebrar un aquelarre delicioso que nos inmuniza contra reclamos, resentimientos y viejas peleas juveniles. Aunque todavía sostenemos algunas discusiones para las que no existen pócimas mágicas que unifiquen criterios, crecemos y nos recreamos en las diferencias de cada una de las brujas que asistimos.

Soy rica. Tengo un manojo de amigos tan amplio como la oferta de confites en un supermercado: de todos los olores, colores y sabores, sin que falten los muy dulces, los amargos y los hiperácidos. Cada uno tiene un gusto diferente, pero este tejemaneje de encuentros y desencuentros se me hace una marmita de oro que busco y encuentro cada día, porque hemos tejido una red de afectos que enriquecen y alimentan el espíritu. Entre todos hacen mi vida mucho más luminosa y alegre de lo que ya era.

Y tengo un amigo del alma. El estado civil que nos cobija a ambos es el mismo: felizmente casados, y estamos profundamente enamorados: él de su esposa y yo de mi esposo, a quienes reconocemos como nuestros mejores amigos naturales desde, hasta y para siempre.

Mi amigo del alma es hiperbólico, en el buen sentido, y yo tacaña en alabanzas. Es pausado y yo podría llamarme Aceleris Restrepo. Es el optimismo caminando y yo todo lo contrario. Es liberal y yo… bueno, ya saben. Somos agua y aceite, pero tenemos puntos en común: la honestidad es un valor inamovible y hemos hecho de la confianza la plusvalía que valida esta amistad ante nuestras familias y ante el mundo.

Con un insondable respeto por nuestros respectivos compañeros de almohada, y ajenos a cualquier sentimiento distinto a un afecto transparente, nos hemos vuelto confidentes, hombros disponibles para rumiar tristezas y compinches en una carcajada sin explicaciones. Podríamos perdernos en un bosque una noche de menguante y volveríamos intactos a nuestras casas al día siguiente, porque es una amistad edificante, para crecer en la verdad, para apoyarnos mutuamente sin lastimar a nadie y sin dejar ni pelusas en los cargos de conciencia. Es posible cuando el sentimiento está tatuado en el alma, no en la piel.

De infidelidades, traiciones, envidias y egoísmos está lleno este mundo. No hay que aportar más a ese basurero.

Para mi amigo del alma y para todos mis amigos de la vida, nada mejor que pegarme de quien lo dice mejor y más bonito. Con ustedes, Alberto Cortez:

“A mis amigos les adeudo la paciencia

de tolerarme las espinas más agudas;

los arrebatos de humor, la negligencia,

las vanidades, los temores y las dudas”.

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