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Carta a Bill Clinton Bailarín

11 de febrero de 2010
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Hace seis años tu pueblo sufría el sitio de los paramilitares. Las mujeres estaban metidas en los tambos (casas de madera), nerviosas, porque no sabían qué podía pasar. La casa de tu padre Óscar, que era la tuya, la habían saqueado y se habían llevado su objeto más preciado: la prótesis con los dientes de oro de la abuela, ya muerta.

Debo contarles a quienes leen esta carta entre tú y yo, que eres un gran guerrero de la etnia indígena embera, que vives en la cabecera del río Opogadó, afluente de otro río inmenso que se llama Atrato, de aguas cafés y revueltas. Esos ríos son la vida tuya, la de tu familia y tu pueblo. Allí pescan, nadan, juegan, navegan y desde allí se internan en la selva colosal del Darién, llena de micos tití, dantas, boas, jaguares y panteras. Cubierta de maderas duras que parecen roca, como aquella que se llama Oquendo, en la que tallan los bastones sagrados de los jaibanás (los sacerdotes tan sabios de tu pueblo). Y se atreven a decir que Chocó es pobre. Se lo han querido robar, que es otra cosa.

Recuerdo que eras un niño cuando te conocí, en marzo de 2004. Eras el líder de tu hogar. Me ayudaste a cargar mi morral cuando te dabas cuenta que estaba derrotado por el calor y el cansancio. Por las noches me guiabas con tu linterna y la mía por entre el campamento de refugiados que levantaron en las bocas del Opogadó, después de que todos debieron salir desplazados por las amenazas de los paramilitares y la inminencia de los combates con la guerrilla.

Fue la primera vez que tu pueblo partió desplazado de esa tierra que llaman El Ombligo. Había una tristeza profunda en los rostros de los abuelos. Era como si les hubiesen cortado la lengua y el espíritu. Se sentía su llanto sin lágrimas, el despojo de su alma labrada en barro.

Tu nombre es único e inconfundible: Bill Clinton Bailarín. Hoy debes ser un adolescente de 16 años y sé que ya habrás aprendido a reparar los botes de madera, a curar las picaduras de serpiente, a ensartar las cuentas de los collares que hace tu padre. Conservo, como un tesoro, el que me regalaron: por lo que significa de unión entre Ustedes y yo. Ustedes allá, en aquella selva esplendorosa, y yo aquí, en esta ciudad tan llena de alimañas y héroes cotidianos, resistentes a este Estado de mentiras y corrupción infalibles, invariables.

Quería escribirte, Bill, y decirte que te recuerdo, querido compatriota, tan colombiano y valiente, tan prontamente sabio en aquel mundo salvaje que los embera entienden desde cuando dan sus primeros pasos, descalzos y desnudos, sobre los guijarros del río y el pasto de los potreros de sus aldeas.

Te he pensado mucho este día repasando algunas libretas de notas. Me tropecé con el pasaje en que a la luz de una vela, reunido contigo y tus hermanos, bajo las estrellas del Atrato, una anciana describía la escena de un paramilitar que copulaba a una gallina delante de los niños y las mujeres. Y que luego, junto a otros, alzaba con los patos y los racimos de plátano. No sin antes fusilar un par de marranos.

Ahhh, Bill, ojalá que después de volver, y en los últimos dos años, las cosas hayan cambiado. Te lo digo porque de este lado de la patria casi todo sigue igual. Te lo digo por lo que me enseñaron de Colombia tu linterna y tus manos. Un abrazo, amigo.

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