Juan José: Con su artículo ¡Ay, las cartas!, me trasladé en el tiempo hasta mi juventud cuando enviaba cartas por entrega inmediata, sin que las mujeres fuéramos de entrega inmediata.
Mi noviazgo con un médico que hacía su rural fue por cartas. Las mías tenían aroma de mujer porque siempre les hacía toquecitos con "amour amour" de Jean Patou, perfume con el cual me identificaba mi novio.
Las cartas también pueden tener la magia del color. Las mías iban en esquelas color pastel siempre diferentes. Cuando él las recibía sabía de antemano que eran mías.
Sin yo haberle dicho explícitamente que era muy femenina él lo intuía. Sobra anotar que cartas tan especiales lo enamoraron lo suficiente como para querer ser mi esposo. ¡Lo fue!
Las cartas tienen el poder de contarnos historias no escritas. Habiéndonos trasladado lejos de nuestras familias, un día descubrí con gran tristeza que mi padre padecía un párkinson por las grafías temblorosas de sus cartas. Pero la más triste y linda historia que adiviné en una carta fueron el dolor y las lágrimas delatados por unos manchones que desdibujaban sus letras en forma de pequeñas goteras: la carta era de la madre biológica de mi hija, prohijándome a la niña, su más grande tesoro que ahora es el nuestro y de nuestras familias.
Me encomendaba su hija, la cual por motivos ajenos a su voluntad no podría conservar. No escribió de tristeza ni de llanto. Lo intuí en las manchas ya secas.
Las cartas son expresivas no solamente con sus palabras, los subrayados, admiraciones e interrogaciones reemplazan en su defecto los gestos faciales que acompañan a los sentimientos que se perciben en una conversación oral.
Las cartas son literatura. En ellas encontramos acrósticos, poemas, canciones y de por sí el género epistolar es literario. Con las que yo recibía me enamoré de este género y busqué cartas de otros, por ejemplo las de Napoleón, las epístolas bíblicas y las más bellas las de Simón Bolívar, especialmente esa pieza maravillosa que es la carta a su prima Fany, y más recientemente admiré la carta de Íngrid Betancourt a Yolanda Pulecio durante su cautiverio.
¡Ay, las cartas! Cuántos más atributos podríamos endilgarles.
Ellas también tienen valores agregados como el ADN que podría extraerse del sobre, pues siempre, como en un beso final, el sello lo humedecíamos con nuestra propia lengua.
Cartas con aroma de mujer y también con ADN.
Carta enviada al columnista Juan José Hoyos, por una de sus files lectoras.
Juan José: Con su artículo ¡Ay, las cartas!, me trasladé en el tiempo hasta mi juventud cuando enviaba cartas por entrega inmediata, sin que las mujeres fuéramos de entrega inmediata.
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