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Celia Cruz, hace rato que te persigo

19 de julio de 2008
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Era un niño de apenas 10 años. Puse a rodar el casete verde en el pasacintas del carro de mi padre. Primero, cuando comenzó a sonar, liberó algo de scratch por los altavoces. Luego vino un silbido de fanáticos, seguido de trompetas incitadoras y segundos después una voz, una voz encantadora de mujer que marcaría mi vida. Ella entonó algo así: ¡Pa'mi tu no eres na', tu tienes la bemba colorá!

Además de su canto potente y melodioso, cada cosa que decía tenía una gracia cautivadora: "si tu marido te pega, dále golpes tu también, si no puedes con la mano, ¡éntrale con un sartén... ayyy, la bemba colorá!". Qué era aquello, me pregunté desconcertado y extasiado. Era un huracán que entonces atravesaba todas las estaciones de la vida y la radio del Caribe: Celia Cruz.

En aquella interpretación a Celia la acompañaban las estrellas de la Fania: Ismael Miranda, Pete El Conde Rodríguez, Ismael Quintana, Héctor Lavoe y los demás integrantes de esa tribu de pregoneros y poetas urbanos que sonaban de Nueva York a Buenos Aires. Pero ella brillaba por sobre todos. Su canto superaba a la orquesta, la eclipsaba con el cuerpo, con los destellos y con la chispa de su voz.

En minutos, esa cubana negra y voluptuosa selló la que sería mi suerte musical, igual que decidió la de tantos jóvenes latinoamericanos: la salsa, esa revoltura deliciosa de nacionalidades y ritmos afroantillanos.

Cada sábado en la tarde cuando Carrancho, un camaján de la Plazuela San Ignacio, llegaba a casa a lavar y brillar el carrito de mi papá, un Renault 4, a mi me embargaba el deseo cada vez más irrefrenable de escuchar el casete verde. Y entre las canciones por supuesto aquella de Celia que recordaba los labios gruesos, carnosos y colorados de la negritud del Caribe.

Nunca dejes de cantar/ el que canta y canta bien/ porque cantar es también, una forma de olvidar... esa bemba/ la bemba, la bemba, ¡me gusta mucho la bemba!

A mi padre, particularmente aficionado a la música de la Sonora Matancera, no lo emocionaban tanto aquellas canciones salseras de Celia Cruz. Amaba a la Celia que cantaba boleros y guarachas. La que incitó a bailar y a tararear su Burundanga a más de seis generaciones del hemisferio occidental.

-Esa negra es tremenda, niño Carlos- me decía Carrancho, callejero consumado y consumido por la droga que se ganaba la vida brillando carros por todo el centro de la ciudad y los barrios del Oriente. Mientras él le daba a la estopa yo le daba al volumen del carro y me enamoraba más de esa cantante tremenda y dulce.

Una pintura... sin cuadro fotográfico
"La obra" me había costado 25 mil pesos. Se la encargué comenzando los años noventa a Carlos Montoya, un joven salsero y artista de barrio que se dedicó desde adolescente a reproducir las carátulas de los discos y a pintar retratos de los ídolos de la salsa. Mi madre siempre tenía un regaño cariñoso para aquella figura de vestido rojo chillón en la alcoba, que para mi era un ángel iluminando la cabecera de la cama: "mijo, con esa Celia ahí, esto parece una cantina". Y sonreía contra mi terquedad y mi adoración por aquella diosa de ébano.

Ese sábado 25 de mayo de 1996 todos esperábamos la aparición de los artistas de la Fania en el vestíbulo del Hotel Intercontinental. Yo, por supuesto fiel a lo que suelen hacer los fanáticos, coleccionistas y "patos" de algún artista y género musical, llevé aquel cuadro de Celia Cruz que me había pintado Carlos Alberto. Quería que la Reina Rumba me lo autografiara para tenerlo entre esas "piezas exclusivas" que -pienso hoy- apenas sirven para alimentar vanamente el ego, porque el verdadero tesoro que nos dejan los artistas son sus canciones, ni siquiera sus discos.

Celia apareció mientras que los salseros de Medellín rodeábamos a las demás estrellas de la Fania. Su peluca dorada y sus prendas de satín iluminaron el salón y llamaron la atención de inmediato. Algunos querían una foto, con abrazo incluido, pero ella muy pronto creó una barrera infranqueable: "¡esperen, a mi no me cojan!". Tuvo un breve trance de mal humor y nos puso a todos, tan afiebrados y desmedidos, a medio metro de distancia. Entonces, pensé seriamente en abortar la firmada del cuadro y su registro para la posteridad en la cámara fotográfica.

Celia no tenía a la mano una sartén, pero sí a su motita de algodón Pedro Knight y a un par de escoltas malhumorados.

Aquel encuentro resultó frustrante y mecánico, sin el alma y la pasión que embargaban mi humanidad cada que oía sus canciones desde niño. Celia apenas nos dejó verla unos minutos. Su presencia se diluyó tan rápido como una cucharada de azúcar en un vaso de limonada.

En el museo, hecha leyenda
En esta ciudad de vaqueros y chicanos es raro tropezarse a Celia Cruz frente a frente. Ocupa las salas y corredores del Museo de La Alameda. Hay afiches, facsímiles, fotos, videos y parte de sus zapatos, vestidos y pelucas. A la entrada se descubre un póster de presentación impactante: ¡Azúcar! The Life and Music of Celia Cruz.

En esta tarde fría de febrero de 2008 comienzo a recorrer los pasillos y me pregunto: ¿de dónde esta coincidencia? A miles de kilómetros al norte, en una ciudad tan ajena como San Antonio, vengo a encontrarme de nuevo con aquella figura siempre deslumbrante de Celia, mi querida Celia. Dan ganas de alcanzar sus cabellos postizos, de acariciar sus vestidos extravagantes y de tocar sus zapatos únicos.

Es inevitable conmoverse hasta el llanto viendo el legado de aquella mujer, aparición de la infancia. Descubro en la exposición muchas facetas que no revelan los discos ni las canciones que guardo de ella en casa. El vestido azul que usó en la entrega de los Premios Grammy, en 2002, un año antes de su muerte, está a un metro de distancia. Quiero tocarlo, pero lo cerca una urna de cristales inmensos. Otra vez Celia tan provocadora, pero tan esquiva. Le digo a mi hermana Gloria que le pregunte al guía gringo por un cuadro de ella. Él le responde: 1.800 dólares. ¡¿Queeeé?!... Esta Celia siempre tan inalcanzable y tan cara a mis afectos.

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