Londres, 9:30 de una noche de sábado. Cuatro jóvenes pintadas para la batalla cenan en uno de los restaurantes de moda de Westbourne Grove, en el corazón del populoso y pijo distrito de Notting Hill. No conversan entre ellas, apenas sonríen para sí mismas a cada pulsación. Ante la mesa, llena de platos humeantes, teclean frenéticamente en sus celulares, sumergidas en un mundo paralelo y etéreo que sólo existe entre sus manos. Todo el local dispone de wifi y yo también sucumbo. Hago un par de fotos a mis hijos devorando una torre de cestas de dim sum y las cuelgo en el acto en mi perfil de Facebook. El hambre me puede y dejo el móvil, pero las muchachas continúan atrapadas entre emoticones y "jajajas", engullendo la cena sin tan siquiera mirarse a los ojos.
En el metro, en la sala de espera del médico, andando por la calle, en el trabajo, en plena reunión, en un concierto, a la salida de clase, en el parque, en el ascensor, en una comida, en el baño, nada más terminar la coyunda, en la cocina... Con el móvil a todas partes y a todas horas. Así se puede ver cada vez un mayor número de personas, de todas las edades, creencias y razas. No pueden dejar pasar un minuto sin entrar e Facebook, Twitter, responder a un whatsaap o colgar una foto para dar a conocer al mundo en el acto cualquier cosa que hagan, por nimia que esta sea.
La ciberadicción es tan fuerte y está tan bien vista que hasta se considera una demostración de éxito. Como la cocaína en los 90. Un móvil sin actividad es casi un síntoma de fracaso. Me apuesto el cuello a que no tardaré en ver a un chaval haciéndose una foto en el tanatorio, junto al féretro de su abuela, para subirla en el acto a su perfil.
-"Aquí, de resaca en el funeral de la Yaya..."- pondrá.
Y recibirá cincuenta "me gusta" en un segundo.
Creíamos que la escritura pasaría a los anales de la historia, sepultada por las videollamadas gratuitas, pero cada día más y más personas pasan el día entero escribiendo en su celular sobre asuntos que podrían despachar en dos minutos de conversación telefónica.
Sin embargo, la atracción a las redes sociales comienza a resultar fatal para algunos adictos, que se dejan parejas y amistades en el camino, hastiadas de verse relegadas a un segundo plano en los momentos más íntimos, interrumpidos en plena confidencia por un zumbido hipnótico que atrapa al otro y lo fuerza a contestar con un "te escucho" por consuelo.
¿Qué les engancha tanto?
Para empezar, debemos admitir nuestro hedonismo. La mayoría tenemos un punto exhibicionista y hasta "voayeur". Yo, el primero. Pero además, en el mundo paralelo de las redes sociales sólo proyectamos lo positivo: lo bien que nos lo pasamos en la playa, la paella o el asado que nos apretamos, una noche loca (generalmente no tan loca)... En las redes sociales no se cuentan las desgracias. La gente sólo conoce nuestros buenos momentos. Todo es, por tanto, artificial, pero gratificante. Como la inmediata respuesta que recibimos a cada momento compartido. Como tampoco hay un botón de "no me gusta" todo el mundo parece llevar vidas de ensueño en esas nubes azules. Y lo que es mejor, estas plataformas permiten que los usuarios se desinhiban y aireen cosas que jamás contarían en persona.
Los estudios demuestran que la ciberadicción no deja de crecer y que las redes sociales enganchan más que el tabaco y el alcohol.
Lógico. Hay Wifi hasta en el infierno y próximamente en los aviones, lo que por cierto desmonta la gran farsa que nos obligaba a apagar los móviles con el pretexto de que las aeronaves se volvían locas y caían a plomo. Sin embargo, cada vez hay menos lugares donde esté permitido echarse un cigarrito al cuerpo. Y el alcoholismo no vende desde que la generación beat se reventó los hígados.
Vislumbro un futuro desolador para la especie humana. Un ejército de zombis dominará la Tierra con sus celulares, sojuzgando en guetos de miseria a los fumadores. Creo que voy a tuitear esta parida.
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