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Cien años marcados por el tren

JOAQUÍN MENESES BERRÍO tiene cien años. Fue frenero en el Ferrocarril de Antioquia. Vive en una casa que construyó con sus manos en el barrio El Salvador. Allí cuenta historias de la vida sobre rieles, en parte gracias a que oye y entiende muy bien.

  • Cien años marcados por el tren | Juan Antonio Sánchez | Joaquín nació al pie de la estación Isaza, en Barbosa. Creció jugando en los vagones y trabajó como frenero durante más de 20 años. Por eso es difícil que su recuerdo se baje del tren.
    Cien años marcados por el tren | Juan Antonio Sánchez | Joaquín nació al pie de la estación Isaza, en Barbosa. Creció jugando en los vagones y trabajó como frenero durante más de 20 años. Por eso es difícil que su recuerdo se baje del tren.
20 de marzo de 2011
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En sus cien años, el tren es lo que más ha marcado a Joaquín Meneses Berrío. El movimiento de gente y mercancía en las estaciones, el bufido de la locomotora; todo era para él un conjunto maravilloso. Al punto que ese sistema de transporte fue como un hermano que fue creciendo a su lado.

Si bien el ferrocarril comenzó desde la segunda mitad del siglo XIX y la primera locomotora llegó en 1876, sólo un año antes de su nacimiento, el tres de febrero de 1910, comenzó a funcionar el servicio de trenes y en 1911 se inauguró la estación Amagá.

Joaquín Meneses nació en Barbosa el 16 de marzo de 1911, muy cerca de la estación Isaza. Y allí fue creciendo en medio de ese delicioso caos de multitudes agolpadas alrededor del tren que llega y del que se va, en medio de historias de saludos y despedidas.

Fue frenero. Debía estar pendiente en los descensos, en las zonas más montañosas, a aplicar un freno a uno de los vagones, no fuera que el impulso de éste empujara la locomotora, que tenía su sistema de freno independiente, y se siguiera deslizándose sobre los rieles. Otros freneros, como él, se ocupaban de detener los demás carruajes. También trabajó en las cuadrillas que reparaban la línea férrea. En pequeños carros que se deslizaban por la misma carretera, llevaban herramientas y materiales para enderezar rieles y remplazar polines. Amanecía en Cisneros y de mañana reemprendía la marcha -como frenero o en la cuadrilla- hacia Medellín o hacia Berrío.

Mono Cuco -así lo llamaban sus compañeros a él, quien se destacaba por poner apodos a todo el mundo- se fue dando al querer de todos. Siendo liberal, en una familia en que su papá era conservador y su mamá, liberal, nunca lo atacaban los godos ("marcaban con una cruz la puerta de la casa del manzanillo"), porque él los defendía cuando llegaba la chusma.

"Con ellos no se metan -les gritaba Joaquín- que ellos son muy callados y no se meten con nadie. Uno ni sabe de qué partido son". Ni siquiera tuvo problemas con un maquinista llamado El Romano, tristemente célebre porque solía terminar su jornada en Caracolí, para participar en los castigos a los seguidores de la bandera roja.

¡Cuántas cabezas no vio rodar en la Curva del Diablo! ¡Cuántos cuerpos no vio flotar, aguas abajo, en el Nus! Y a él no lo tocaban porque, en muchos casos, los mismos chusmeros que llegaban en su paso de exterminio, le debían la vida.

A María Herlinda Vahos, su primera esposa, la conoció en la estación Isaza. Ella usaba el tren entre las estaciones Isaza y Barbosa. Y en esa rutina surgió un amor que viajó sobre rieles. Con ella tuvo ocho hijos y vivió contento hasta su muerte, en 1980.

Bajo su sombrero de fieltro y sentado en una silla de ruedas desde hace dos años en la casa que construyó con sus propias manos en el barrio El Salvador, Joaquín no necesita que le repitan las cosas porque oye bien y entiende mejor. Tiene claro que dejó el Ferrocarril, jubilado, cuando todavía era joven: tenía 42 años. Y a pesar de que realizó otros trabajos después de esos años maravillosos a bordo del tren, no parece querer recordarlos. Son sus hijos -seis quedan ya-, quienes le recuerdan que barrió las calles de Medellín, que cargaba a sus nietos en el carrito de la basura, y que faltándole apenas tres años para recibir esa segunda jubilación, en las Empresas Varias, se salió, cansado de ir calle arriba y calle abajo.

Se detiene más bien a contar que fue el mayor de sus hijos, Darío, sacerdote en la parroquia de San José de la Montaña, en Caldas, quien lo casó con Fabiola Zuluaga, hace 28 años.

Ella es una santuariana con quien vive y canta en esa misma casa. Amantes del vallenato y de la música de despecho, les gusta poner la música a alto volumen y cantar a dúo con el radio. "El tren lento va partiendo sobre los hilos de acero..." es una de sus preferidas.

A pesar de que las locomotoras del Ferrocarril de Antioquia frenaron para siempre, las de su recuerdo siguen bufando y estremeciendo su corazón centenario.

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