"Tu-tu-tu-tú", "¡y en esas llegó el cuerpo élite de la policía!", exclama el guía con gesto histriónico. "Miren -levanta su muñeca-, un escapulario como éste es el que se ponían los sicarios de EL-PA-TRÓN antes de hacer el mandado".
Algunos "empresarios del turismo informal" decidieron hacer de Pablo Escobar un personaje ilustre: diseñaron recorridos por el Valle de Aburrá, con paso lento por los lugares donde él vivió, departió con sus amistades e hizo negocios.
Del rebusque y el morbo nació este paseo de olla?
Entre relato y relato, un vecino de Envigado se dirige a una extranjera: - "¿En su plan no la llevaron a La Catedral? ¡Ah, no, le robaron la plata!".
Y ella responde: "Pero fui al hangar del Olaya Herrera, donde están los aviones de Pablo, sin hélices ni alas".
- "¡Qué boba! -replica el otro- esos no eran de Escobar".
Mientras, entre ellos, no cesa la muletilla: "¡puro color local!" (¿Evocarían la obra de Truman Capote?).
El Tour del Patrón (y similares) es un intento de puesta en escena de una tragedia, cuyo reparto sobrevive con cicatrices ocultas: de las cortadas por los vidrios de un ventanal que voló en pedazos, cuando un carro bomba estalló a una cuadra de un salón de clase de la UPB, y de la matanza en Oporto (que hoy recuerdo gracias al 'toque de queda' que imponía mi padre. En este cuento la Cenicienta no pierde un zapato, sino a sus amigos).
Cicatrices de los volantes con amenazas, que caían del cielo sobre el jardín de mi colegio; y de un 18 de agosto en que nos acribillaron la ilusión del primer voto a muchos jóvenes.
Cicatriz por la ausencia de Mónica Acosta, mi dulce amiga, compañera de colegio y universidad, que murió calcinada en la bomba de La Macarena.
Todos en este valle tenemos vetas de color local.
Cuentan que muchos se echan sus pases mientras recorren los predios de El Patrón, en una especie de ritual que se dibuja como una visita a Londres, con escalpelo en mano, en honor a Jack el Destripador.
Alguien, en medio de la discusión, reclama: "¿Y eso qué? ¡En la costa hay varios toures de García Márquez!". (¿Una torcida analogía entre Remedios y droga? Si era un chiste, no lo entendí).
Lo que revela el tour es que El Patrón no ha muerto. Su ADN está por doquier: en la estética (de la arquitectura, los carros, la ropa y la apariencia física de las mujeres que, bajo este sistema de valores, somos parte de un inventario) y, sobre todo, en la ética selectiva y personal, de ruleta rusa.
Medellín se merece esta pela: por lo que sigue aceptando. Por decirse raza. Por engreída. Y por su sed de plata.
Rojo, y no de rosas de Eterna Primavera, sino de sangre: ese es nuestro color local.
Pico y Placa Medellín
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