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Costureras de los fantasmas

LA CARA MÁS visible de las maquilas de confección es la informalidad. Intermediarios pagan mal o desaparecen sin pagar. Hay otra cara, organizada y digna, que requiere esfuerzo y capacitación.

  • Costureras de los fantasmas | Hernán Vanegas | La Escuela Nacional Sindical hizo, en 2006, una investigación sobre la maquila de la confección. Concluye que, en su mayoría, es una actividad inestable. Los trabajadores son víctimas de explotación, por la falta de regularización del tema. Lucía García, en primer plano a la derecha, tiene 15 años en maquila. Norela está de espaldas a la izquierda y Emma López, de Fepi, al fondo.
    Costureras de los fantasmas | Hernán Vanegas | La Escuela Nacional Sindical hizo, en 2006, una investigación sobre la maquila de la confección. Concluye que, en su mayoría, es una actividad inestable. Los trabajadores son víctimas de explotación, por la falta de regularización del tema. Lucía García, en primer plano a la derecha, tiene 15 años en maquila. Norela está de espaldas a la izquierda y Emma López, de Fepi, al fondo.
15 de agosto de 2010
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Lucía García hace negocios con fantasmas. Uno de ellos la contrató para que armara cientos de chompas el año pasado en su taller de confecciones, que ocupa casi toda su casa situada en uno de los vericuetos del Popular 1. Fue por las prendas en diciembre, ¡le quedó debiendo tres millones de pesos!, producto del trabajo de seis meses.

Otro fantasma la espantó en febrero de este año para encargarle la armada de 300 blusas, por las cuales le pagaría 200.000 pesos. Él mismo reconoció que era barato, pero la entusiasmó diciéndole que habría más trabajo después de esto. Recogió las prendas y se esfumó.

"Aquí estamos confeccionando 120 shorts -dice Lucía-. Nos pagan a 1.000 pesos cada uno. Sé que éste no se me vuela porque me anticipó 30.000 pesos".

Son trabajadoras de maquila. Realizan procesos de confección de ropa para terceros o "para décimos", como ironiza Emma López, presidenta de la Fundación para la Educación Popular y la Pequeña Industria, Fepi, entidad que capacita en el manejo de máquinas planas, fileteadoras, recubridoras y demás, y propende por el trabajo digno. A décimos porque Lucía y cientos de confeccionistas informales del Valle de Aburrá son el final de una cadena de intermediarios en la industria de la ropa. Esos fantasmas no son dueños de la producción. Muchos de ellos no hacen otra cosa que aprovecharse de la necesidad. De la informalidad. Y no les conviene que se formalicen.

"Yo me levanto a las tres de la mañana a coser -dice Lucía-. Los hijos siguen durmiendo con esa bulla de máquinas, ¡pobrecitos!".

La apremia la cuota de Bancamía. En esta entidad paga 260.000 pesos mensuales del préstamo para comprar tres de siete máquinas que posee. Cuando no entra dinero, "me endeudo en una natillera", comenta. "O me toca sacar de la pensión para darle a ella", interviene Heriberto Oquendo, su esposo, jubilado del Municipio de Medellín que viste overol caqui como en los tiempos de trabajador.

Lucía, blanca y de cabellos largos, ríe con Norela de la tragedia cotidiana. De las madrugadas y trasnochadas en balde. "Qué más vamos a hacer; ya lloramos lo suficiente". Norela sabe que si no pagan, no recibe plata.

Trabajan a pérdida
Esas mujeres tienen la experiencia del mundo. Nacieron cosiendo. Tienen más de 20 años en el negocio. Y sus prendas se venden en almacenes de la ciudad, especialmente del Hueco.

Hay un altar en el rincón del taller con la imagen de la Virgen del Carmen -"la compré con mi primer sueldo en el Municipio", comenta Heriberto- y la del Divino Niño. Bajo la mirada quieta de estas figuras, ellas trabajan sin saber cuánto vale cada una de las 20 operaciones que lleva la prenda. Ni cuánto un minuto de trabajo; ni el hilo, que va de cuenta del taller.

"Esa cuenta la hago al final -explica Lucía-. De los 120 mil pesos que nos ganamos en cinco días que demoramos en la tarea, sacamos el 50 por ciento para el taller, para pagar la deuda, el hilo, servicios y demás; del otro 50 saco el pago de las cuatro". Cada una anota en una libreta las operaciones que realiza: "pega de bolsillo", "cierre de costado", "entrepierna", "filete", "ribete", "apertura de ojal", "pegada de botón"... Multiplica 20 por 120: 2.400. Dividen 60.000 pesos por esas 2.400 operaciones: 25 pesos. Cada una cuenta las operaciones que hizo y las multiplica por 25: esa es su paga.

En estos talleres informales, las integrantes tienen seguridad social como beneficiarias de sus esposos si éstos trabajan o, si no, Sisben, "no se trata de cuánto cobro sino de cuánto me pagan", explica doña Genia, como llaman en confianza a Eugenia Posada, maquiladora de toda clase de prendas en su casa de Aranjuez, donde trabaja con cinco mujeres. "Hay que echarle mano a cualquier contrato, porque si una no lo coge, otra lo agarra".

Dreison, quien trabajó por años en una locación cubierta con tejas de eternit en el tercer piso de su casa, frente a la terminal de buses de Aranjuez Anillo, vendió la maquinaria la semana pasada. "Me cansé de arriesgar lo que no tenía".

A esos fantasmas "los aventamos a la Oficina Regional de Trabajo -dice Lucía- pero no vale".

Contra cara
Las cosas no tienen que ser así. Hernán Jiménez tiene una maquila y no está dispuesto a trabajar a pérdida.

Y no porque sea un potentado. Él comenzó trabajando para otro. Lo hizo durante 16 años, al cabo de los cuales decidió establecer su negocio. "Desde ese momento me propuse no ser informal". Trabajó durante dos años con máquinas manuales. Luego se metió en un préstamo de 90 millones de pesos para renovar el 70 por ciento de ellas por electrónicas. Se inscribe en cuantas capacitaciones ofrecen, pues siempre está abierto al cambio.

"Yo sé que lo que vendo es tiempo", sostiene. Por eso es importante la ingeniería de producción, que mide hasta la ida al baño de un trabajador. Sabe que en dos años, cuando termine de pagar el préstamo, deberá vender esos fierros y volver a endeudarse para actualizarlos.

Orgulloso de una máquina de coser Superior, bella antigüedad que adorna su oficina, lamenta que su mamá hubiera muerto antes de él constituir la empresa.

Cuenta que el short más sencillo cuesta 4.000 pesos, con lo cual se entiende el descaro del fantasma que atormenta hoy a Lucía.

Recuerdo a Emma López, quien señala que desde Fepi insta a los dueños de talleres para que dignifiquen su trabajo, pero "me dicen: yo qué gano con eso".

Con todo, parece que Lucía logrará exorcizar sus fantasmas. Su hija Selene está estudiando Emprendimiento Empresarial en Amigos de los Limitados Físicos. "¿Qué le dijo mi mamá? ¿Qué yo manejo la empresa? -me pregunta-. Mi idea es no seguir en esta cadena de miseria ni ser víctima de tantas estafas. Quiero crear una marca. En mi mente, la veo en las góndolas de los almacenes".

Así, a los fantasmas, ella les podrá decir en pleno rostro: ¡esfúmense!

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