Razón tenía el filósofo Fernando González cuando le entregó el premio de pintura Prismacolor y le auguró que no dejara de pintar. En ese entonces Darío Cano Arredondo tenía ocho años y aunque era un niño, cargaba desde entonces con una gran responsabilidad: ayudar económicamente a su mamá.
Hijo de Marco Fidel Cano Tobón, pionero del arte popular en Antioquia, y Rosario Arredondo de Cano, Darío ha estudiado y trabajado toda la vida. Empezó como caddie en el Club Campestre, donde pronto encontraría a sus primeros ángeles: los Echavarría. Gracias a su destreza en todo lo que le ponían a hacer, don Carlos Echavarría se lo llevó a trabajar a su empresa. "Tenía 13 años pero como era acuerpado parecía mayor. Me fui a trabajar con él, entre arquitectos e ingenieros donde aprendí mucho", recuerda con una gratitud eterna.
Trabajaba y estudiaba. Cada minuto era valioso y devoraba todos los textos que llegaban a sus manos. Entró al Instituto de Bellas Artes pero solo aguantó un año: "Me limitaban en lo que hacía y además me decían que lo que yo hacía no era arte".
La U. de A. también lo vio pasar. Como asistente, estudió allí anatomía, artes, escultura y pintura. "Los títulos no me importaban. Lo que quería era aprender las técnicas".
Y vaya si lo logró. Hace 22 años reside en Nueva York donde es considerado, dice, uno de los cinco artistas experto en restauración de bienes muebles e inmuebles: pinturas, esculturas y monumentos públicos.
En 2006 fue nombrado Artista del Año en Nueva York. Y es allí donde fue elegido, hace dos años, para restaurar la antigua iglesia de San Anselmo, en el Bronx. Esta iglesia, patrimonio de la Gran Manzana, tiene 120 años y es considerada una joya arquitectónica.
"Es la única que combina el estilo mezquita con la arquitectura otomana en estilo bizantino. En ella sobresalen murales y frescos de la Escuela Montecassino", detalla Darío Cano. Un artista devoto y feliz, que hoy tiene el reconocimiento del New York Landmark Conservancy.
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