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Dos arrieros hurgan los bosques buscando su pan

Casi acabado está el oficio de la extracción de musgo y sarro. Prohibido, lo realizan por necesidad.

  • Pedro Giraldo, arriero envigadeño, baja con su carga de musgo por El Salado. Chaquira y Morita, las yeguas pacientes, esperan que hable. FOTO Juan Antonio Sánchez
    Pedro Giraldo, arriero envigadeño, baja con su carga de musgo por El Salado. Chaquira y Morita, las yeguas pacientes, esperan que hable. FOTO Juan Antonio Sánchez
23 de marzo de 2014
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Cuando Pedro Giraldo, el menor de los Lucas, los célebres arrieros envigadeños, estaba enjalmando las yeguas en el establo, no eran las cuatro de la madrugada.

Se había levantado más de media hora antes y no se dejó acobardar por el frío que sabe hacer por estos días de marzo en esas cumbres de Morrón, la vereda de la zona Suroriental de Envigado, muy cercana a los límites con Sabaneta y Caldas, y no lejana a los de El Retiro. Encendió el primer cigarrillo del día. El humo se camufló en la neblina.

Estaba decidido: si Remache, el hijo de Chaquira, la yegua blanca que todos los demás animales de su casa quieren, al que vio nacer y crecer y él mismo amansó y enseñó los secretos del trabajo, si Remache, repito, se ponía de mal genio o molestaba a alguna de las otras bestias, mordiéndolas, le diría:

—¡Usté está como muy necio hoy… No pensaba llevarlo al monte, pero lo voy a enjalmar.

Es su manera de ir aconductando las bestias. Pero no fue necesario. El animal amaneció de buen humor. Pudo alistar, como había planeado, a las dos yeguas, Chaquira y Morita, y dejar al otro descansando, al lado de Gaviota, Muñeca y Canario, y con la vaca recién parida.

Es que Pedro les va conociendo sus resabios. Cuando compró a Chaquira, hace más de seis años, aún una potranca a la que había que enseñarle muchas cosas, no se quería dejar herrar. Se ponía arisca. Brincaba. Relinchaba. Se ponía peligrosa. Trató por la fuerza y fue peor. Hasta que se le ocurrió servirle un plato de salvado, poner a su esposa, Claudia, a que se lo diera mientras él clavaba las herraduras. Santo remedio.

—Es que los animales le enseñan a uno.

Esta mañana, Pedro Lucas —ese apelativo, Lucas, terminó por acompañar el nombre de cada uno de los Giraldo— debía atravesar cordilleras para alcanzar el Astillero, cercano al nacimiento de la quebrada Ayurá para extraer algunos bultos de musgo. Cómo en casa la nevera estaba tan desolada y las canecas de cuido y miel de sus animales ya hacían ruido de campana cada vez que uno tropezaba con ellas, la víspera había bajado a la urbe envigadeña a visitar viveros y ventas de materas. En casi todos venden musgo y sarro, aunque a veces les toca negarlo y ofrecérselos solamente a los clientes, para evitar que se les aparezcan los innombrables, es decir, la visita de las autoridades ambientales que terminan por decomizarles estos materiales. Cuatro bultos fue el pedido total.

De los ocho arrieros que quedan en Envigado, él es uno de los dos que aún se dedican a la extracción de musgo, tierra capote, sarro y otros abonos. El otro es Víctor Hugo Molina.

Ya había tomado su primer desayuno, el que él y los arrieros de la zona llaman con el eufemístico nombre de "un preparito", consistente en un pocillo de chocolate, una arepa y huevos revueltos.

Echó a andar por esos caminos que sabe de memoria. Gracias a Dios llevábamos tres días sin lluvias. El invierno complica la vida del campo. Los caminos vueltos lodo, las enjalmas ensopadas, la ropa pegada al cuerpo, el poncho entrapado... Los viajes de ida y de venida tardan más. ¿Y qué decir de la carga? Ese musgo se vuelve tres veces más pesado. Hoy, por ejemplo, en vez de dos, hubiera necesitado cuatro bestias... Y se irían por todo el camino estilando. Al menos eso está saliendo bien, pensó, está seco.

Montado en la yegua Morita, la cabestreadora, rápidamente salió del camino de tierra, recorrió los rieles, vio en la oscuridad las carreteras que voltean a buscar La Catedral y Arenales, y, en breve terminó el descenso en La Primavera. Tomó la carretera principal, la de El Salado, y subió hasta el Bar Quillo, más arriba del Parque Ecológico.

Junto a un puente de palo, esperó unos minutos a su compañero, Víctor Hugo, pero no llegó. Tocaría seguir solo. Atravesó la Ayurá y se internó en la espesura en busca de El Astillero.

Viejos tiempos
La arriería se acaba. Pero, no crea, a Pedro también le tocó un poco de los buenos tiempos. Esperó terminar la primaria para dejar el estudio. De eso hace 26 años. Tenía diez cuando arreó por primera vez. Fue como ayudante de su padre, Jorge Tulio, el nieto de Lola Larga, la mujer que tuvo doce hijos en un solo parto antes de la mitad del siglo pasado. En la zona Suroriental de Envigado había unos 30 arrieros. Se llegaban a juntar hasta 10 de ellos —su papá, alguno de sus hermanos, Mario Restrepo, Fernando Restrepo, Majín, el difunto Garra... Pedro los cuenta en los dedos de su mano diestra mientras toma el lazo con la zurda— para extraer estos materiales. Solían ir a El Tragadal, un sitio caldense al cual se accede también desde Envigado. Cada uno con media docena de bestias. Empacaban, se ayudaban unos a otros y la hora del desayuno era un verdadero recreo. Si uno no tenía carne, el otro le daba. Si aquel llevó yuca, este también comía... Y contaban historias. Su papá, hijo y nieto de arrieros, contaba que salía con la mulada desde las once de la noche y se internaba por esos montes a buscar musgo y sarro, para avanzar lo más que pudiera. Dejaba a los animales pastando y él se dormía hasta antes del amanecer.

Pero ahora, esos materiales están prohibidos por las autoridades del medio ambiente. Por eso, Pedro Lucas prefiere ir en compañía de su amigo.

—Es muy difícil recoger musgo y pajarear al mismo tiempo —habla mientras suelta el lazo para extraer un cigarrillo del bolsillo de la camisa sin sacar la cajetilla, colgarlo en sus labios y prenderlo con un encendedor que saca de un bolsillo del pantalón. Calza botas pantaneras y tiene colgado un poncho en su hombro izquierdo, que le sirve para secarse el sudor. Se entiende que pajarear es estar atento a que no venga la policía ambiental.

Después de recoger el musgo —olor a tierra y humedad— y antes de cargarlo sobre sus bestias, Pedro devoró el fiambre que le empacó su esposa, Claudia. Este sí lo llama desayuno: contiene arroz, carne y papas. Y de beber, una cantimplora de café con leche. Las vasijas vacías, entre la bolsa plástica, sonaron todo el camino de regreso, atadas en la parte alta de los bultos de la mula de atrás.

Medio Ambiente
"El paulatino deterioro y (la) desaparición de la cobertura vegetal se debe principalmente a cambios en el uso del suelo para urbanizaciones y obras de infraestructura; actividades agropecuarias, particularmente cultivo de café y ganadería extensiva; extracción de recursos de los bosques, como madera para la leña y otros usos, musgo, tierra de capote, sarro, plantas ornamentales y fibras, entre otras; establecimiento de plantaciones forestales (Caldas, Medellín, Envigado, La Estrella); minería a cielo abierto. Esto es característico en todos los municipios", dice el Plan de Ordenamiento y Manejo de la Cuenca del Río Aburrá, preparado por el Área Metropolitana, a mediados del decenio pasado.

Por su parte, el agrónomo Agustín Gutiérrez, jefe de Parques y Arborización de la Secretaría de Medio Ambiente de Envigado, comienza sus comentarios con una paradoja:

—Se acabaron primero los arrieros que el sarro.

Reconoce que la amenaza destructora de los dos únicos recolectores de esos "materiales no maderables", así se llaman, no es alarmante y menos si se realiza una rotación de sitios de explotación. Y hasta cree que podría ser viable si se capacitara a esos arrieros y se efectuara un control. Sin embargo, por ley, esa actividad está prohibida. Si las autoridades los ven extrayéndolo, transportándolo o comercializándolo, se los decomizan.

—Lo más malo —añade Agustín, es que detrás del sarro y el musgo, los arrieros sacan orquídeas, arbustos y otras plantas que les encargan algunos clientes.

Pedro Lucas —y también Víctor Hugo— es consciente de eso. Sabe que, además de las restricciones, la gente tiene metida en la cabeza la necesidad de cuidar el planeta y poco compran. Viajes como este, cuatro horas de ida y cuatro de vuelta, con cuatro o cinco bultos, los realiza una vez cada quince días.

—Nosotros salimos a buscar musgo y sarro es por física necesidad. Porque somos pobres y con familia, y tenemos que conseguirnos la panelita.

Dice que si a los zorreros, es decir, a quienes transportaban materiales de construcción desde los depósitos en carros de bestia, les dieron una alternativa de empleo, a ellos también podrían ofrecerles alguna.

—Que nos contraten como guardabosques, en los terrenos de reserva que el Municipio ha ido adquiriendo en las partes altas. Nos conocemos estas tierras como la palma de la mano. O que nos den permiso para establecer un kiosco de refrescos en alguna parte o para montar a los niños en caballitos en el parque principal...

Ellos están dispuestos a lo que sea. Sin embargo, Pedro Lucas sentiría nostalgia de los oficios del campo, si se les apareciera la virgen y les hicieran caso y la alternativa fuera otra, la del kiosco, por ejemplo. ¿Acaso no le tiembla la voz de emoción contando anécdotas de sus bestias, los resabios de la una, las virtudes de la otra?

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