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Dos historias breves

  • Rafael Isaza González | Rafael Isaza González
    Rafael Isaza González | Rafael Isaza González
09 de septiembre de 2011
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Primera. Mientras los asistentes en el teatro escuchaban una presentación cómica, uno de ellos de elevada estatura, ocupaba al lado de su esposa un lugar privilegiado. En medio de la función alguien se acercó y le disparó a la cabeza; pocas horas después su corazón dejó de latir.

Averiguando sobre el origen de quien acababa de morir, se aclaró que nació en un lugar agreste, que de niño aprendió a leer y escribir cuando tenía diez años. En su juventud, a golpes de hacha derribó corpulentos árboles, y luego se fue a la ciudad en busca de libros y para conocer mejor el alma de los hombres. Poco frecuentó las ceremonias religiosas, pero sus buenas obras se elevaron más alto que las oraciones de miles de cristianos.

Cuando sus conciudadanos tuvieron conocimiento de que Abraham Lincoln, su presidente, había sido asesinado, algunos lo lloraron; otros, poco a poco, comprendieron que habían sacrificado un ser superior, que hizo, con el ejemplo de su vida, un verdadero tratado de equidad y de justicia. Con frecuencia solía decir y practicar que era necesario mitigar el rigor de la justicia con la piedad.

Lejos de ser un guerrero, como fue tildado por muchos, en realidad fue un apóstol de la paz. A pesar de ello, debió liderar una guerra entre hermanos para evitar que esa nación se desintegrara. Además, porque fue un convencido de que era de justicia dar la libertad a los esclavos. En esa contienda de lado y lado hubo actos heroicos, pero también se cometieron atrocidades que de haber existido algunas ONG, lo habrían señalado como el único responsable.

Segunda. En Colombia hace algunos años, el secuestro, la extorsión, y la muerte alevosa, en especial de campesinos, llegó a ser parte del diario vivir. Miles de hombres del campo fueron sacrificados, solo por haber proporcionado unas gallinas o un cerdo a uno cualquiera de los grupos guerrilleros o de los paras. Muchas fincas quedaron abandonadas o al cuidado de personas incapaces de explotarlas de manera racional. Los desplazados llegaron a las ciudades, casi todos a sufrir y hacer sufrir.

Cuando se había perdido la esperanza de recuperar la paz fue elegido presidente Álvaro Uribe Vélez, también campesino, hombre de carácter, trabajador infatigable, cercano a las gentes, preocupado por solucionarles sus problemas. Los días de descanso los dedicó, no a su esposa y los suyos, sino al servicio de los demás.

Desde un principio de su mandato luchó por recuperar la tranquilidad para todos. Sin dejar de ser el jefe de las fuerzas armadas, fue el amigo, pero más que eso un servidor de éstas 24 horas al día. Solo así el país comenzó, casi con asombro, a contemplar el milagro de una paz cercana.

Es verdad que expresó su malestar contra varias ONG, mostró su inconformidad contra las Altas Cortes, criticó la pasividad de algunos militares, fue claro y directo por la actitud de presidentes vecinos, también censuró a periodistas. Quizá se haya extralimitado un poco, pero la mayoría de las veces tuvo toda la razón.

Como gobernante, algunas de sus decisiones pueden ser cuestionadas, pero igual que en los estados financieros, lo que realmente importa es el resultado de la gestión. En su gobierno, los beneficios que recibieron los colombianos superan en mucho los yerros, que son propios de los que trabajan en exceso y él desbordó este límite.

El ruido que hacen unos pocos, que se amplía con los medios de comunicación, contrasta con el silencio de una mayoría, que a veces parece no recordar la profundidad del abismo en que habíamos caído. Igual que ocurre con casi todos los cristianos, que solo se acuerdan del Señor cuando tienen problemas; del presidente Uribe Vélez, poco a poco los colombianos comprenderán que su mayor propósito fue buscar la paz y es por ello que cada día lo extrañaremos más.

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