Álvaro Torres es de aspecto triste. Tiene los ojos pequeñitos como si hubiera llorado dos décadas seguidas. Habla lo justo. Es de ademanes lentos y sus manos parecen danzar en el aire cuando se expresa.
Lleva un yin desteñido. Una camisa a cuadros. Tenis, gorra y una mochila arhuaca que no se quita durante todo el viaje, que empieza a las ocho de la mañana en el municipio de Pueblo Bello, a una hora de Valledupar.
Álvaro es indígena arhuaco y es uno de los cinco conductores que hacen el recorrido diario entre Pueblo Bello y Nabusimake, en el corazón de la Sierra Nevada de Santa Marta, nuestro destino, en donde viven cerca de 50 familias de esta etnia y cuyo valor es repetido por propios y extraños, por conservar todas las costumbres de sus aborígenes.
Antes de que Álvaro dedique toda su concentración a acariciar durante dos horas el timón de la Toyota y a conducirla por una carretera destapada cubierta de polvo y piedras, aquí en Pueblo Bello comienza la lluvia de recomendaciones para ingresar a Nabusimake: No tomar fotos. No gritar. No botar basuras. No fumar.
La recompensa
Después de un viaje de dos horas por una trocha, aparece silencioso, Nabusimake, el sitio perfecto para desconectarse del agite del día a día. La brisa fresca raya por instantes con el frío, el silencio se dimensiona y el eco golpea.
Aunque Nabusimake es un territorio extenso, para ingresar al pueblito hay que solicitar un permiso. Por eso, antes de viajar a Nabusimake el turista debe saber que le pueden negar la entrada. Los arhuacos se reservan el derecho de permitir o no el acceso.
Es por eso que Álvaro aquella mañana entra solo y tras cinco minutos llega con la orden de ingresar, solo hasta una capilla ubicada en el centro del poblado. Ahí, empieza una especie de juicio. Las autoridades del cabildo preguntan a qué vamos, por qué queremos conocer Nabusimake, de dónde somos y cómo nos llamamos. Al final "decretan" que podemos estar en su territorio, que debemos dar una "donación" y que hay que pagarles a los arhuacos que fotografiemos.
En sus estrechas calles de piedra son pocos los arhuacos que se dejan ver. Parecen esconderse del bullicio de los visitantes y solo algunos salen y saludan y piden prestadas las cámaras para tomarse fotos entre ellos. Tienen granja donde siembran plátano, tomate y hortalizas. Hay una tienda que huele a húmedo en donde lo único que hay a la venta es gaseosa y lana.
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