La televisión más vista en las casas en el privilegiado horario nocturno es un monumento al desperdicio del tiempo, de los recursos humanos y técnicos, de la capacidad estética e innovadora, de la posibilidad de formar y educar en valores y aprovechar un medio tan poderoso y magnetizante y es, además, un abuso con la paciencia y la buena fe de millones de televidentes.
Es inconcebible que haya directores, gerentes, guionistas, productores de medianas dotes intelectuales y aceptable conocimiento de la influencia del medio televisivo, que no acepten la responsabilidad de sintonizarse con el tiempo y las necesidades y expectativas reales de la gente y crear programas que no sólo sean atrayentes y sugestivos por los artificios de la retórica audiovisual, cuando está comprobado que la televisión tiene una fuerza transformadora de costumbres potentísima, un poder inmenso de convocación en torno a proyectos educativos de excelencia y una facultad insuperable de unión en defensa de la familia.
No entiendo cómo haya actores talentosos y dignos del máximo aprecio de los espectadores, que se presten para desempeñar papeles infames que puedan causarles, así no lo crean, un detrimento del derecho al buen nombre porque acaban identificados con los personajes siniestros que representan.
No creo que la única opción creativa para los realizadores del teleteatro, cuando enfocan su trabajo en temas e individuos célebres de la región paisa, sea la de series y dramatizados que apologizan las bestialidades de los sujetos más desalmados y menos imitables y se sumergen en los túneles más tenebrosos de la realidad, mientras del altiplano y la Costa Caribe se hace la exaltación de artistas famosos y gente buena e inteligente que no le hace daño a nadie.
En los años más recientes, ver ciertos programas nocturnos de televisión, sobre todo en los canales privados (los que más pueden alardear con la tecnología y la innovación), es padecer despierto una pesadilla que se prolonga hasta el amanecer e induce a un desapacible duermevela, por causa del impacto de los temas y las imágenes, por la crudeza y la crueldad de las situaciones y por la evocación insoportable de episodios tremendos del pasado local y nacional.
Hay una lista larga de títulos de culebrones (como los llaman los queridos españoles) que han degradado el invento fascinante de la televisión y han invadido los hogares, han alterado la rutina y los horarios de estudio y disfrute de la música y la lectura. El caso actual es el de Los tres caínes.
Todos tienen el común denominador de la explotación de una violencia desmadrada, con el pretexto falaz de la reconstrucción de la historia, como si fuera obligatorio seguir cultivando ese bárbaro cainismo atávico inoculado desde el amanecer del Descubrimiento.
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