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El dichoso fin del mundo

  • Humberto Montero | Humberto Montero
    Humberto Montero | Humberto Montero
06 de junio de 2011
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Con el primer gruñido llegó el cataclismo. Lo supongo, pues no hay certeza alguna, que desde que el hombre espabiló lo justo, cuando nos hacinábamos en cavernas sin internet, luz ni agua corriente (como sigue viviendo más o menos la mitad de la población de la Tierra) surgió la figura del agorero, del pesado de turno que, incapaz de llamar la atención por sus buenas artes cazadoras, amatorias o por pura vagancia se dedicó a acongojar a la manada con profecías aterradoras.

Como bastante tenían por entonces con sobrevivir la media hora siguiente sin pescar un mortífero resfriado, dudo de que nadie le hiciera demasiado caso, salvo para entretenerse en las horas tontas a la espera de que alguien inventara los culebrones. Nostradamus fue quizá el primero en hacer de la estupidez ajena una profesión. Se ganó bien la vida con sus horóscopos y todavía se le recuerda cada vez que nos visita la desdicha, pues predijo catástrofes con tanta profusión y de forma tan ambigua que su posibilidad estadística de acierto es admirable. Sin embargo, la cosa se desmadró con la revolución religiosa en los recién surgidos Estados Unidos.

Con la libertad que da crear de la nada una confesión en 24 horas, brotaron como setas iglesias y credos de todo tipo en un revival sin final. Líbreme Dios de hacer burla de las creencias ajenas, pues nada hay más sensible que la relación que cada uno tenemos con el mundo inmaterial, pero es justo decir que con el cisma que se creó por culpa de la desmandada bragueta de Enrique VIII (capaz de todo por deshacerse de Catalina de Aragón por el "calentón" que llevaba con Ana Bolena) se abrió la puerta al desenfreno. Tras dos "avivamientos" había tal epidemia de facciones que fue inevitable que a algún iluminado se le ocurriera hacer del libro del Apocalipsis uno de los pilares de su iglesia. De tanto tomarse al pie de la letra la Biblia, una fábula maravillosa en sus tres cuartas partes, la cosa se les fue de madre a unos cuantos pastores cuyos encendidos sermones sobre la llegada del Juicio Final provocaban escalofríos en la parroquia.

Durante los años previos a cualquier gran guerra, y más aún en el transcurso de las mismas, fruto de profundas crisis, los charlatanes del fin del mundo afilaban plumas y lenguas buscando la notoriedad y, de paso, sacar unas monedas a los más ingenuos.

Conocida es la atracción humana por la autodestrucción, tanta que hay quien dedica a ello su vida, así que los predicadores del Apocalipsis siempre han tenido público. Hoy no iba a ser menos. En plena sociedad de la "sobre-información", hastiados de la certidumbre que proporciona la ciencia sobre casi todo el mundo tangible y sumidos en una profunda crisis que va más allá de lo económico, son legión los que escudriñan en el cielo o en el infierno en busca de señales que nos aclaren nuestro incierto futuro. Hasta hay quien rescata profecías mayas como si una civilización muy avanzada en su entorno (pero retrasada con respecto a las europeas o árabes) pudiera guiarnos entre las tinieblas del mañana.

Particularmente, me importa un cuerno conocer lo que haré la próxima media hora y soy plenamente consciente de que mi fin llegará cuando tenga que llegar (podría ocurrir incluso mientras escribo estas líneas, Dios no lo quiera). Poco variarían mis planes si supiera que mañana se acaba el mundo. Está bien, miento: descorcharía una botella de champagne frente a la puerta del banco. Se les acabó chuparme la sangre con la maldita hipoteca. ¡Ja!

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