En el momento de hacer balances del año que culmina, fuera de algunas palabras agresivas que fueron las más restregadas en la polémica nacional, opinamos que el verbo al que más acudió Santos fue el de reversar.
En todos los tiempos lo conjugó. La lista/récord la había iniciado el columnista Mauricio Vargas. Complementémosla.
Echó por tierra la reforma educativa. No pudo con las presiones estudiantiles. Ahí tiene el resultado. Retrocedimos en la calidad de la educación. La posición no puede ser más deshonrosa y desoladora: puesto 62 entre 65 países contabilizados.
Hay que recordar que el año pasado cortó en seco la reforma judicial. La aprobó el Congreso y la orden presidencial fue decapitarla. El ministro Esguerra fue llevado al patíbulo. El presidente ni se sonrojó.
Este año anunció una reforma a la salud. La inició con una ley estatutaria, de normas generales. Falta la ley ordinaria. Con esta dejó al ministro Gaviria colgado del hisopo, sin saber qué hacer con tamaño chicharrón. Otro acto más a los muchos de su inveterada improvisación.
Propuso acabar la reelección y extender a seis años el periodo presidencial. Como era de esperar a las pocas horas se corrió de ambas iniciativas.
El Congreso intentó hacerle un paro por algunas prestaciones que se les embolataban. Al primer amago de brazos caídos y de curules vacías, con un decreto subsanó la herida. Volvieron a recibir sus incrementos. Echaba nuevamente la reversa.
Le dio un estrujonazo al ministro de Agricultura cuando ordenó retirar el proyecto sobre baldíos, partitura que seguramente conocía de antemano. El ingenuo ministro la volvió a presentar y otra vez, por reculada presidencial, la retiró. Un sainete que dejó a Lizarralde, a merced de los tironazos del senador Jorge Enrique Robledo.
Lo del paro agrario fue un sainete. Primero lo ignoró y con arrogancia lo quiso subestimar. El tiro se le fue por la culata. Le armaron bochinche y la reversa fue deplorable. Ferió buenas partidas del presupuesto nacional para silenciar las gargantas de los bulliciosos. Ya le midieron el aceite y cada vez que dice que no, los huelguistas en coro le dicen que sí, recordándole su debilidad conceptual.
Santos se asustó inicialmente contra el plan terrorista urdido contra Álvaro Uribe. Creyó en las malas intenciones que se tramaban para atentar contra la vida de quien fuera su patrocinador y hoy su principal contradictor. Echó reversa al “descubrir que ese plan era viejo”. Lo consideró un refrito de alguna amenaza subversiva para así quitarle vapor a la delicada denuncia de su ministro de Defensa.
Ante tanta colección de reversas, no faltan los ilusos que presagian su renuncia de la ambición reeleccionista. Los esperanzados cavilan sobre si Santos en un momento determinado -dados sus antecedentes de inseguridad y vacilaciones- podría tirar la toalla para no concretar su aspiración electoral. Esperan que de súbito -cosa aun improbable dadas las encuestas que le favorecen ante la carencia de opositor fuerte- los sondeos posteriores lo lleven a una nueva deserción. Y así, con esa hipotética renuncia, coronar su campeonato indiscutible de rey de las reversas en la historia bicentenaria de Colombia.