Si el artista Fernando Botero hubiera vivido en la época del Concilio de Trento -celebrado a mediados del siglo XVI-, habría sido quizá excomulgado. Uno solo de los bocetos con los que interpretará libremente la obra del Viacrucis de Jesús le habría colocado la corona de espinas del réprobo.
En estos cuadros, 25 en total, se verá a Cristo regordete y gigantesco, pendiente de la cruz con un lancero pequeño a caballo punzando con su pica el costado del Mártir. En otro de los bocetos, hay un Jesús caído, vencido, atormentado, de gruesos muslos y brazos como columnas, recibiendo garrote de un policía, que parece sacado de la época de los Chulavitas de ingrata recordación en los años de la violencia partidista colombiana?
La pasión de Cristo -que entra en la danza artística de los gordos- es ahora la obsesión de Botero. Él considera la tragedia del Calvario como una "de las historias más bellas y dramáticas de la humanidad". Reconoce, para interpretarlo, que "no hay obras de arte que sean verdaderamente realistas". Insiste que "aquel drama fue el tema más importante para los pintores hasta el siglo XVI". Quizá al aparecer las draconianas normas del Concilio de Trento se debilitaron los artistas del pincel para interpretar tan infame crimen.
Trento había dogmatizado que la pintura era para la enseñanza de la fe. Que las representaciones de la historia sagrada se mantuvieran fieles al texto de las escrituras. Por ello recomendó al clero que "vigilara el trabajo de los artistas". E insistía en que "las obras de arte debían ser claras, realistas y servir como estímulo emocional para la piedad". No se imaginaban los padres conciliares que 400 años más tarde, aparecería al otro lado del océano un maestro dibujando a Cristo con volúmenes desmesurados que nunca concibieron los artistas de aquellas épocas.
De esa contrarreforma católica cocinada en Trento -respuesta a la rebelión de Lutero- nació el Barroco. El Greco pintaría a Jesús y a sus discípulos estilizados, alargados, personajes diametralmente opuestos a los voluminosos y carnosos de Botero.
Trento pasó. Botero interpreta ahora, dos milenios después, su propia pasión, acomodándola a sus criterios pictóricos. Si en aquel tiempo "los artistas tenían que prestar atención especial a lo que decían las escrituras y ceñirse a ellas", Botero ahora se zafa de esas disposiciones como agnóstico cuando se proclama dudoso de la divinidad de Jesús, pero seguramente sin compartir el atrevido juicio del neurocirujano Rodolfo Llinás, que considera a Dios como "invento del hombre".
Las figuras de la exposición estarán a partir de noviembre de este año expuestas en la galería Marlborough de Nueva York. El mundo verá, entre otros protagonistas del drama de El Calvario, a un Pilatos con unas manos regordetas que difícilmente le cabrán en la ponchera del perjuro. Y en vez de ruinas romanas -y esto lo ha adelantado en diversos reportajes el genial artista antioqueño- aparecerán casas antioqueñas, de las mismas de aquellos pueblos que recorre Botero cuando quiere calmar sus nostalgias de la ausencia de las montañas que le sirvieron de marco para sus primeras hazañas pictóricas. Los mismos pueblos en donde se refugiaba la fe del carbonero que veía al Maestro como el ser de composición anatómica más perfecta, yuxtaposiciones de lo divino con lo humano.
Seguramente cuando algún curita de pueblo le pregunte por qué pintó las figuras de la pasión tan exuberantes y gordas, Botero dirá lo mismo que respondió en otra ocasión: "No lo son. A mí me parecen esbeltas". Y remató: "Mi problema formal es crear sensualidad a través de las formas. Engordo a mis personajes para darles sensualidades".
¿Así aparecerá María Magdalena bajo tales atributos boterianos?
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