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En torno a la intolerancia

05 de junio de 2009
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Una sociedad no es violenta porque dispara armas, sino que dispara armas porque es violenta. Existe, por lo tanto, antes del acto violento, una actitud anímica que origina y nutre la violencia. Y que pretende justificarla. Es la intolerancia. Que no es otra cosa que la negación o la no aceptación del otro, con su individualidad, con sus cualidades y sus defectos, con sus luces y sus sombras. Con su libertad, con su inalienable derecho a ser él mismo.

Los violentos matan o persiguen porque condenan la forma de pensar de los demás, o lo que ellos consideran los pecados de los otros, y llegan a la conclusión de que para corregir o borrar del mapa esos pecados y esas formas distintas de pensar no hay otro camino que suprimir a quienes las encarnan. Los violentos también matan o persiguen porque envidian las cualidades o las fortunas de los otros y creen que la única forma de que no las tengan es que deje de existir el dueño de esas cualidades o de esas fortunas. Todo parte de la intolerancia, de la no aceptación del otro.

Pero como la intolerancia es irracional, es decir no se puede sustentar racional y sanamente, entonces los intolerantes se disfrazan de cruzados. Acaban creyendo que defienden causas justas y en nombre de ellas pueden matar. Así nació la Inquisición, así se mantienen amenazantes la "Yihad" y otras guerras religiosas y, en general, todas las guerras. Por eso hay violación de los derechos humanos. Por eso hay terrorismo.

La intolerancia, antes de matar o perseguir, asesina el pluralismo. Y se vuelve maniquea. El intolerante disfraza su propia verdad, sea que ésta coincida con la verdad mayoritariamente aceptada, sea que se invente una propia verdad (que es lo usual) y le dé carácter de absoluta. Los demás son los malos, los equivocados, lo peligrosos, los vitandos. Pero no basta con excomulgarlos. Hay que llevarlos a la hoguera. Son herejes.

Existe, por lo demás, una intolerancia de cuello blanco. La violencia, entonces, se camufla en actitudes aparentemente inofensivas y asépticas, que dan la sensación de no intranquilizar la conciencia. Se suprime al otro con un guante de seda. Muchas veces la pugnacidad del intolerante aparece simplemente como una broma, como un juego inocente. Pero en el fondo es la misma violencia que niega la existencia del otro, en una despiadada repugnancia por la alteridad, por lo que llaman la otredad.

El intolerante se siente y se proclama agredido. El otro, por el solo hecho de ser otro, de ser distinto, es un agresor. Entonces, porque el guante blanco no quiere mancharse, se le separa, se le discrimina. Si es santo, porque es santo; si es pecador, porque es pecador; si blanco, por blanco; si negro, por serlo; si es rico, porque es rico; si pobre, por pobre, etc. etc. Nacen así las segregaciones, el "apartheid", lo racismos, las xenofobias, las limpiezas étnicas, lo ghettos, las luchas de clases, las desapariciones, los exterminios, las crucifixiones, los desprecios. Es el reino de la intolerancia. El imperio del fanatismo.

El remedio es uno: yo, como persona, sólo puedo realizarme en la aceptación del otro. Yo no soy el centro del mundo. Existo porque el otro existe. Soy el otro del otro. Es la dinámica del pluralismo, de la fraternidad humana. Más simple lo dijo don Antonio Machado, en el primero de sus "Proverbios y cantares": "El ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve".

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