¿En qué se parecen un extremista del Ku klux klan y otro de los que suelen asaltar instalaciones universitarias? Se asemejan porque ambos actúan encapuchados. Los extremos se tocan en las puntas de las capuchas.
El gobernador Fajardo ha desafiado con toda razón a los individuos que irrumpieron hace algunos días en la Universidad de Antioquia a que expresaran sus ideas como debe hacerse en un entorno libre y democrático y sin necesidad de ocultar sus rostros.
La capucha no puede ser aceptable en un medio social abierto a las libertades, a menos que pueda tratarse de excepciones justificadas en virtud de la protección de la vida. Más todavía, en un momento del devenir histórico en que se acentúa la escandalosa crisis de responsabilidad y cada cual se la traslada al otro, debería proscribirse de modo radical la práctica de encapucharse, sea cual fuere la idea defendible, porque es un signo que denota negación a dar la cara y afrontar las consecuencias por los actos u omisiones.
Hay modelos muy diversos de capucha. El Ku klux klan, que surgió como facción de ultraderecha después de la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, impuso esa prenda como distintivo de su credo racista, homófobo, antisemita, anticomunista y anticatólico. Las tremendas actuaciones de esa secta en su primera fase quedaron grabadas y alabadas en la controversial película El nacimiento de una nación, de David Griffith.
Entre la capucha del Ku klux klan y la de los anarcoizquierdistas no hay diferencias visibles. Y entre uno y otro polo caben todos los encapuchados posibles, en una gama que reúne las formas complejas del anonimato, desde facinerosos hasta individuos que se ocultan por miedo a recibir represalias, o funcionarios que asumen responsabilidades legítimas pero cubren sus caras y sus nombres propios.
Toda capucha es inaceptable como forma de ocultación de la identidad. Las peores son las que usan los extremistas, de la izquierda o de la derecha. Pero, guardadas las proporciones, también deberían erradicarse las capuchas de los jurados secretos de trabajos académicos, de los estudiantes anónimos a la hora de evaluar a los profesores, de los lectores que se desahogan protegidos por sobrenombres en espacios marginales de periódicos y revistas, de impostores que difaman en las redes sociales, etcétera.
No puede entablarse interlocución válida entre el ciudadano que responde por sus actos y da la cara y el que se tapa con una capucha. La desventaja del primero es injusta. Sin embargo, se acepta de buena fe, se instituye en establecimientos educativos, en medios de comunicación, en organizaciones empresariales, en incontables lugares que no tienen por qué involucrarse en los ejemplos nefastos de los dos extremos que se tocan por las puntas de las capuchas.
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