Lo poco que aprendí de cocina fue durante mis estudios en España. Por la urgencia. No había alternativa. También me volví recursivo y práctico: cada sábado hacía las dos comidas que alternaría en los días de la semana. Pero entre los varones de allí, el asunto no era excepcional ni de urgencia. Con orgullo nos invitaban a sus casas, cada quien a demostrar cuál era la mejor paella.
Años más tarde tuve la oportunidad de observar en colegios del Reino Unido la importancia que se da al aula de cocina, un espacio, como decimos nosotros, con todos los fierros. En una asignatura que respondía a necesidades sentidas para sus vidas, los chicos y chicas adosaban con evidente entusiasmo el menú del día.
Allí sopesé el enorme vacío que tenemos en nuestro sistema educativo, cuando formamos para una profesión, y no para la vida, pues aquel es un aspecto que toca el itinerario vital del ser humano.
Hasta hace poco se creía que lo mejor que podíamos hacer los hombres en la cocina era no estorbar. Eso nos decían cuando merodeábamos por allí. Pero las cosas han cambiado, y lo evidente es que cada vez vemos menos extraño que participemos en esos menesteres.
Más allá del tema puntual culinario, lo de fondo es asunto de roles, que para muchos parecería trivial. No obstante los innegables avances que se han dado en cuanto a las relaciones sociales mujer/hombre, implícito o explícito, prevalece un contrato social de género, tanto en las relaciones inconscientes y espontáneas, como en las institucionales, todas traduciendo un contrato social patriarcal. Se sigue dando una discriminación estructural. Se da por entendido que los hombres somos los proveedores y las mujeres quienes se encargan de los quehaceres domésticos. Ellas cocinan, lavan la ropa, arreglan la casa y cuidan de los niños.
Y, cuando nos metemos en la cocina, por ejemplo, no faltan las felicitaciones por parte de los miembros de la familia. Pero nuestro papel llega hasta allí, porque son las mujeres las que se encargan luego del orden y limpieza de lo que dejamos esparcido.
Desde tres décadas atrás venimos registrando desvanecimiento de esa separación, como agua y aceite, entre los roles de ambos sexos. Instancias gubernamentales y ONG han adelantado fuertes campañas para comprometer a los dos géneros en las nuevas formas de entender estas herencias ancestrales.
Pero falta que este propósito, de especial auge en el País Vasco, tenga presencia explícita en el currículo escolar. Es necesario que esa voluntad para compartir la formación de los hijos, el alistamiento de la casa, la preparación de las comidas, que en algunos despierta serias dudas de virilidad, sea uno de los componentes básicos de ese currículo. Falta que desde allí se apoye ese giro que viene dando la cultura.
Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6