Dos hechos han traído nuevamente la discusión sobre el aborto: la orden de la Corte Constitucional para que en los colegios se oriente a los alumnos sobre el derecho a abortar en casos excepcionales; y la suspensión del decreto que reglamentó la prestación de servicios médicos en los casos específicos de aborto autorizados por la sentencia C355 de mayo 10 de 2006.
La reacción de las distintas iglesias y de los grupos que no reconocen el derecho de las mujeres no se ha hecho esperar.
Han aprovechado la circunstancia para contraatacar a la Corte Constitucional y para exponer la visión de que en ningún caso debería aceptarse el aborto.
Han armado un escándalo nacional. Han estado enviando el mensaje de que con la suspensión del decreto quedó también suspendida la aplicación de la sentencia C355.
Algunos de mis colegas han aceptado el debate moral y han defendido con argumentos éticos bien fundados la importancia de que una sociedad respete la libertad sexual de las mujeres y tome determinaciones sobre su cuerpo como bien se lo dicte la conciencia.
Quiero referirme al drama social que se esconde tras la decisión de abortar o no abortar.
Con ocasión de los debates sucesivos de los proyectos de ley o de las decisiones de la justicia sobre el aborto me he acercado a un tema distante de las preocupaciones que regularmente reflejan mis columnas.
Supe que en Colombia entre 200.000 y 400.000 mujeres recurrían al aborto cada año. La primera cifra corresponde a cálculos conservadores. La segunda a valoraciones más audaces y dramáticas. Dado que desde el año 1936 la inducción del aborto ha estado penalizada las mujeres deben hacerlo en condiciones subrepticias o clandestinas.
Y ahí viene el drama mayor: el aborto se ha movido entre la segunda y la tercera causa de muerte materna en el país. El grupo más vulnerable son las jóvenes menores de 19 años. Los estudios señalan claramente que una joven menor de 19 años embarazada tiene el doble riesgo de aborto que una mujer de 40 años. Casi la mitad de las jóvenes menores de 19 años embarazadas ha tenido una experiencia de aborto.
Por esa razón me alegré mucho cuando la Corte Constitucional profirió la sentencia C355 que despenalizaba el aborto al menos en los casos de embarazo por violación, inminencia de muerte de la madre y malformación del feto. Tuve la ilusión de que la repercusión de la medida sería inmediata y las madres afectadas acudirían en masa a practicarse los abortos con atención médica aceptable.
No ocurrió así. La inercia social, los prejuicios, la precariedad de la atención en salud, han mantenido una tasa alta de abortos inducidos en condiciones clandestinas. Las mujeres no acuden porque no saben o porque encuentran tantas trabas que prefieren seguir como antes.
Eso es lo que ha querido corregir la Corte Constitucional con la orden de impartir educación en los colegios sobre el tema.
La despenalización parcial del aborto ha demostrado que Colombia tiene un grave atraso cultural y político que no permite que esta clase de decisiones se lleven a la práctica con tranquilidad como en la mayoría de los países del mundo.
Se necesita algo más que la ley. Es necesario un gran movimiento cultural y político que nos ponga a tono con el mundo contemporáneo. Igual ocurre con la aceptación de la dosis mínima o con la igualdad de derechos de los homosexuales. En todos estos casos pueden más los perjuicios que las decisiones de ley.
Para colmo de males a la Procuraduría se le ocurrió al mismo tiempo suspender el decreto que reglamentaba la labor de las operadoras de salud en la práctica de los abortos autorizados y los opositores a la legalización aprovecharon el momento para sugerir que se había caído la decisión de la Corte del año 2006.
Nada de esto ha ocurrido y ahora más que nunca tenemos que seguir clamando por el derecho pleno de las mujeres a decidir sobre el aborto.
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