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Hablaremos con los animales

  • Arturo Guerrero | Arturo Guerrero
    Arturo Guerrero | Arturo Guerrero
27 de julio de 2010
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A medida que crece la incomunicación entre los hombres, se estrechan los lazos entre estos y los animales. Vivimos en la era de las mascotas.

Un perro o un gato son más entrañables que un hijo, menos conflictivos que un cónyuge, más fieles que una tumba.

Para que un niño crezca con interés, se le consigue un acuario. La viuda acaricia la felpa de su ronroneante fiera.

¿Quién sabrá apartar al andrajoso nómada urbano de su escuálido perro? Todos lamentan las lágrimas del acompañante de cuatro patas, incapaz de abandonar el ataúd de su amo.

En 1929, el poeta belga Henri Michaux oteó esta nueva intimidad entre especies y aventuró el siguiente vaticinio: "En unos cien años, confío en que el mundo se habrá expandido. Por fin, nos comunicaremos con los animales, les hablaremos? ¡Ah, la mujer! ¡Los amigos! Finalmente, podremos amar algo más. Qué estrecha sería esa frase... Amaos los unos a los otros, si solamente se tratara de hombres. Qué bueno será, cuánto me hubiera gustado verlo, hablarle a un perro algo de lo que piensa".

Menos de veinte años separan este anuncio de su cumplimiento. Y el arrebato contemporáneo del hombre hacia sus mascotas da cuenta de esta cercanía.

Descifrar la lengua de los delfines, conversar las sabidurías del pulpo, discernir los labios hasta ahora sin contenido de los peces, serán tratos corrientes.

Tanta evolución de las especies y apenas hoy vienen a entenderse aquellas que guardan el común origen del agua.

Antes de ser anfibio, el protohombre flotaba en idéntico fluido inteligible por todos los vivos. Éramos animales y animalas, la urgente pulsión respiratoria nos aguijaba por parejo.

Desde que nos erguimos, nos engreímos. Miramos por sobre el hombro al resto de criaturas y les suprimimos sus almas.

Olvidamos sus idiomas, tan ricos y enmarañados como los de nuestras razas enfrentadas. Hasta el punto de que hoy debemos interpretar el batir de una cola, el trino desde una rama, el gruñido tímido, a partir de nuestra tacaña capacidad alfabética.

No comprendemos nada, como es obvio. Apenas la superficie, solo aquello que asimilamos a nuestra forma de sentir y comunicar. Levantamos un mundo humano, huérfano de animalidad, privado de ancestros taciturnos.

Hoy es el día de enmendar este analfabetismo, aprendiendo los dialectos perdidos, las sutiles grafías de los monos y los loros, a veces más semejantes a nosotros que nuestros prójimos.

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