Agosto 26 de 1987: miércoles en la mañana. Suena la campana del recreo y subo a la biblioteca del colegio para buscar los resultados de los ingresos a la universidad en la prensa del día.
“¡Que cese la barbarie!” es el titular de EL COLOMBIANO. Tres rostros en primera página: Héctor Abad Gómez, Luis Felipe Vélez, Leonardo Betancur Taborda. Asesinados.
Después, veo una imagen en blanco y negro. Un cadáver abaleado -entre la acera y la calle-; dos mujeres desoladas. En un plano más próximo, aparece un joven de gafas con un gesto de absoluta consternación.
Héctor Abad Gómez nació en Jericó, en 1921. Médico de la Universidad de Antioquia, fue profesor en esa institución desde 1956, y ni siquiera la jubilación apaciguó sus bríos de pedagogo.
¿Cómo se definía a sí mismo? “Sin ser un escritor, ni un científico, ni un literato, ni un poeta, soy un hombre que siente y que tiene interés y necesidad de expresar sus ideas. Soy un hombre que busca”.
Cuando la realidad colombiana se asemeja a una película de vaqueros (el simplismo ramplón de “buenos” vs. “malos”), cobra singular vigencia el “Manual de Tolerancia”, de Abad Gómez:
“Sólo los necios tienen respuestas exactas para todo. Mientras más se estudia, mejor se da uno cuenta de lo poco que sabe”.
“Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz. Si quieres que sea mejor, hazlo más feliz”.
“La sabiduría implica no tanto conocimientos, sino comprensión, mesura […], abandono de las ambiciones desmedidas”.
“Nuestra educación, competitiva y absurda, nuestra educación para lo heroico y para sobresalir por encima de los demás, crea monstruos, crea enfermos, crea anormales psicopatológicos, crea mediocres que -sin poder- tratan de sobresalir por encima de los otros y, lo que es peor, a costa de los otros”.
“El que encuentre a alguno que eche a los mercaderes del templo, que se abstenga de tirar piedras a la mujer adúltera, que ante la ofensa ofrezca la otra mejilla, que ordene a Pedro envainar la espada y practique el verdadero cristianismo, encontrará [a] un hombre feliz”.
“El valor de admitir que no se sabe, que se duda, que no se está seguro, aunque difícil de practicar, es un valor indispensable al mundo de hoy”.
“No es matando guerrilleros, o policías, o soldados, como parecen creer algunos, como vamos a salvar a Colombia. Es matando el hambre, la pobreza, la ignorancia, el fanatismo político o ideológico, como puede mejorarse un país”.
Si observamos la provocación en el escenario político colombiano, la carencia de voluntad para debatir sin agredir, se evidencia la necesidad de acallar a personajes como Abad Gómez: porque le recuerdan a la sociedad que la democracia es una construcción colectiva y pluralista, y no un monólogo del poder.
Veinticinco años después, la mala noticia la reciben sus homicidas: fallaron. Héctor Abad Gómez sigue vivo.
No descanse en la paz de una tumba, doctor: su búsqueda apenas comienza.
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