El Centro Internacional de Justicia Transicional (ICTJ), organismo con sede en Estados Unidos y delegaciones en treinta países, entiende por "justicia transicional" –expresión aparecida durante la pasada década de los años 80– "el conjunto de medidas judiciales y políticas que diversos países han utilizado como reparación por las violaciones masivas de derechos humanos. Entre ellas figuran las acciones penales, las comisiones de verdad, los programas de reparación y diversas reformas institucionales" (http://ictj.org/es/que-es-la-justicia-transicional).
Se trata de una nueva manera de resolver los conflictos sociales –incluidos los penales– aplicable en sociedades en transformación, luego de soportar la comisión de graves crímenes internacionales; el tema es de tal trascendencia que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (caso Velásquez Rodríguez contra Honduras, 1988) y el Estatuto de Roma, se ocupan de él.
En Colombia el asunto aparece, primero, tras el aparente sometimiento al Derecho de los criminales paramilitares, hecho legitimado a posteriori ante la comunidad internacional mediante la "Ley de Justicia y Paz" (975 de 2005); luego, con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (1448 de 2011); y, ahora, con el "marco jurídico para la paz" (Acto Legislativo 1 de 2012), que busca dar "un tratamiento diferenciado" para "grupos armados al margen de la ley" y "agentes del Estado" partícipes en el conflicto armado, con los fines señalados en su art. 1° inciso 1°: "Los instrumentos de justicia transicional serán excepcionales y tendrán como finalidad prevalente facilitar la terminación del conflicto armado interno y el logro de la paz estable y duradera, con garantías de no repetición y de seguridad para todos los colombianos; y garantizarán en el mayor nivel posible, los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación".
Este mecanismo, que reserva la impunidad para el grueso de los infractores incursos en crímenes muy graves e impone sanciones o sustitutivos penales a unos pocos (de ahí lo de "prioridad" y "selección) –un verdadero "derecho penal de amigo"–, con tal de que se repare, brille la verdad y se haga algo de justicia, contrasta de forma ostensible con la forma ordinaria de investigar y juzgar a los demás transgresores de la ley penal.
Por ello, mientras algunos medios –fieles a los dictados de ciertos sectores de la reeleccionista clase política o de grupos de presión– claman por la impunidad o cuasi impunidad de los gravísimos crímenes cometidos por los integrantes de los grupos alzados en armas que negocian en La Habana, a la par abogan por una agresiva y encarnizada escalada de penas para castigar a conductores ebrios, ladrones callejeros, cuatreros y, por supuesto, a autores de significativos delitos contra el orden económico social (caso Interbolsa).
Es más, la legislación penal ordinaria –en medio de la cíclica inflación legislativa, el simbolismo, los yerros de técnica legislativa, el populismo punitivo y los derechos penales de amigo y de enemigo que la acompañan–, dispone de un arsenal de penas privativas de la libertad hasta de 90 años de prisión para el tráfico de menores y de 118.1 años para el lavado de activos. Incluso, un ladrón de gallinas que mediante escalamiento (¡de "escalonamiento" habla el tardo legislador…) se apodera de su botín, puede ser punido con 24 años y medio de prisión.
Así las cosas, parece claro que la "justicia" transicional que la ICTJ –cual legislador supranacional–, escudada en el discurso de los derechos humanos logró hacer plasmar en la Ley de Leyes y que prohíja la Corte Constitucional (Comunicado N°. 34 de 28 de agosto 2013), comporta la sustitución de la Carta Fundamental. Ella no es, como diría HANS KELSEN –al hablar de la idea siempre relativa de Justicia– "…aquello bajo cuya protección puede florecer la ciencia y, junto con la ciencia, la verdad y la sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la democracia, la justicia de la tolerancia".
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