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La amenaza de la corrupción

  • Gral. (r) Henry Medina Uribe | Gral. (r) Henry Medina Uribe
    Gral. (r) Henry Medina Uribe | Gral. (r) Henry Medina Uribe
28 de octubre de 2010
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En la medida en que pasan las semanas se hace más ostensible el problema de la corrupción. Ya se han superado en proporciones geométricas los niveles percibidos en la época del presidente Turbay Ayala, cuando nos hablaba de la necesidad de "reducirla a sus justas proporciones". En ese entonces llovieron las críticas, unas serias y otras con humor. Hoy muchos repiten que todo tiempo pasado fue mejor.

La situación de corrupción que reina en buena parte de la actividad pública y privada del país es tema diario en los medios de comunicación y causa de exagerados y permanentes procesos judiciales. Ello nos lleva a recordar el peligro de caer en la calidad de lo que Noam Chomsky llamó Estados fallidos o Estados fracasados. Dentro de las características de tipo económico, político y social de los países con tal riesgo, están los altos niveles de corrupción, criminalidad y desplazamiento, a la vez que ineficacia judicial, excesiva burocracia, extenso mercado informal y grupos armados que desafían la autoridad del Estado. Yo no afirmo que Colombia esté en tal condición, pero sí advierto la urgente necesidad de una revisión de nuestras costumbres.

La Escuela Superior de Guerra, durante los primeros años del presente siglo, no sé si aún, conceptuó que la corrupción atenta contra los objetivos nacionales y los intereses del país con mayor fuerza que la misma subversión y que la acción represiva única del brazo militar no resulta suficiente cuando las características del conflicto obedecen a causas de variada índole.

La corrupción actúa en contubernio con otras lacras sociales. El narcotráfico, con su inmensa capacidad de compra, la usa para arrodillar conciencias y ponerlas a merced de sus intereses perversos. La delincuencia de cuello blanco la emplea para debilitar el régimen jurídico y con ello poder actuar libremente en procura de objetivos ilegales de orden económico, político y social. Ella, la corrupción, ha penetrado los mercados internacionales para contagiar con su perverso hálito a las sociedades débiles e indiferentes. Todo ello conduce a la impunidad, o en el mejor de los casos, a un sistema penitenciario permisivo y carente de los componentes educacional y correctivo.

El nuevo gobierno ha prometido tomar medidas punitivas efectivas para corregir tal situación, pero en la práctica se necesita mucho más que ello. Al Estado, más que solucionar los problemas que en la sociedad se presenten y pagar el costo de sus errores, le corresponde prever, anticipar y crear el ordenamiento que facilite a la sociedad ejercer sus potencialidades, ser consciente de sus responsabilidades, actuar en concordancia con ellas y minimizar los riesgos y sus efectos.

A nosotros, como sociedad, nos corresponde organizarnos para modificar la cultura de la ilegalidad, el facilismo y la crisis de valores que nos aqueja. Debemos comunicarnos más, asociarnos para crear redes, fortalecer el entramado social con una posición ética constructiva y concertar prácticas que dinamicen el cambio. Entre ellas, combatir el individualismo y la indiferencia; crear solidaridad con el reclamo justo ante la actitud displicente o delictiva del funcionario; generar mecanismos que eleven el costo social para quienes violen las normas de sana convivencia e incentivar la capacidad de denuncia, a la vez que minimizar los riesgos de represalias.

La amenaza de la corrupción es creciente e inmensa su capacidad de daño. Lo peor es que el mayor costo lo pagarán las generaciones futuras en deterioro moral, atraso social y tecnológico y limitada calidad de vida.

Qué retributivo sería trabajar por una sociedad con un ambiente propicio para intentar ser dignos por la virtud, sabios por la ciencia y fuertes por la acción.

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