El contrasentido de quienes defienden la autonomía universitaria como si se tratara de un principio absoluto para justificar la transformación de cada corporación en una suerte de república independiente salta a la vista cuando se advierte cómo lo que persiguen es hacer de las universidades simples instrumentos al servicio de variados y viciados intereses o de grupos empeñados en provocar inestabilidad.
La cadena de protestas, paros, marchas y hasta desfiles nudistas y otras tácticas de alteración de la normalidad académica en varias universidades colombianas muestra, más que un presunto malestar generacional, el irrespeto de la autonomía por sectores ajenos a la vida universitaria, que aprovechan hasta motivos baladíes para convertir las instituciones de educación superior en objetos de estrategias que incluyen la dominación de minorías arbitrarias y la famosa combinación de todas las formas de lucha.
Sobre las universidades que en los días recientes han sido afectadas por el virus del desorden gravita una doble amenaza: Se frena el desarrollo interno de las actividades dirigidas a garantizar el servicio público de la educación a miles de estudiantes y se retorna a épocas en que universidad era sinónimo de violencia y conflicto estériles, de indisciplina e improductividad y de indiferencia ante las necesidades y demandas del país y las regiones.
Se discute ahora la actuación de un fiscal que investiga infiltración subversiva en varias universidades. En nombre de la autonomía la universidad no tiene por qué convertirse en territorio prohibido para la autoridad legítima. Los directivos y demás integrantes de cada comunidad universitaria están en el deber de tomar la iniciativa para impedir el ingreso de agentes disociadores que atentan contra el orden público. Pero si los mecanismos de selección y control interno de la seguridad fallan, es obvio que tanto los investigadores como la fuerza pública no puedan eludir el cumplimiento de sus deberes.
En especial las universidades públicas habían enderezado el rumbo a fines del siglo pasado. Se instauró una autonomía razonable, que no se volviera obstáculo para el acercamiento a la sociedad. Empezaron a cumplirse los objetivos de darle utilidad social a la investigación, formalizar relaciones con empresas privadas y Estado, procurar fuentes de financiación y autosuficiencia y afinar la pertinencia social de los programas y carreras. Pero esos avances no les gustan a los individuos y grupos depredadores, que se infiltran en las universidades para ejecutar órdenes y consignas destructivas.
Del idealismo, el apasionamiento y la rebeldía juveniles se han beneficiado muchos cazadores de tontos útiles. Que no se rasguen las vestiduras determinados ciudadanos que reeditan un discurso autonomista utópico, anacrónico y apartado de la realidad. La autonomía universitaria no es ilimitada, ni crea territorios aislados e infranqueables dentro del mismo país, ni debería usarse como escudo, escondite o burladero.
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