"Si hay en el mundo un país tan miserable en el que no se pueda vivir sin obrar mal, y los ciudadanos sean bribones por necesidad, no se debe ahorcar en él al malhechor sino a quien le obliga a que lo sea".
Esta frase de Jean Jacques Rousseau, parece cobrar gran sentido con la violencia que se ha acrecentado en las comunas de Medellín.
Alexánder Macías , un periodista de este diario, escribió recientemente un artículo desconcertante. Macías contó sobre 10 niñas de un mismo colegio de la comuna 13 que están en embarazo. Lo más doloroso es que los padres de los bebés hacen parte de los combos que delinquen. Otro dato inaudito: de una misma institución han desertado más de 200 jóvenes.
Desde la campaña para su elección como primera autoridad de la ciudad, Aníbal Gaviria ha usado el tema de la vida como consigna. Seguramente su fallecido hermano Guillermo, exgobernador de Antioquia, ha inspirado ese propósito. Pese a ello, cada vez más se recrudece la violencia en Medellín. Los medios nacionales e internacionalmente han puesto sus ojos en la ciudad, que cada tanto sorprende por sus muertes terribles y, sin embargo, indiferentes para grandes empresarios y habitantes de otros sectores donde no se sufre esa violencia.
Comparto la idea de que la Alcaldía de Medellín, en cabeza de Aníbal Gaviria, no debe dejarle la tarea de luchar contra esto sólo a la Fuerza Pública. Hay que fortalecer los procesos sociales y educativos, apoyar a estos raperos que están haciendo una revolución social a partir de la música y la cultura. Y no, como lo dice Rousseau en su obra Emilio, para que los ciudadanos de esas comunas se vuelvan bribones por necesidad.
Tampoco soy partidario de la decisión de interrumpir el diálogo con las pandillas que controlan las comunas, porque así se captura información importante para que, por lo menos, cese la violencia. Algo semejante se hace con éxito en los EE. UU. Si los norteamericanos hablaron con los talibanes en Afganistán y ahora nosotros lo hacemos con las Farc, por qué no hacerlo con esas pandillas.
Además del preocupante diagnóstico del conflicto urbano hecho por los medios, esta semana recibimos la dura noticia de la muerte de El Duke, el rapero de la 13.
Fue él uno de los que le dio vida al Festival Revolución sin muertos. Su asesinato es un trueno que nos indica que estamos tocando fondo.
"Es difícil estar dentro y difícil estar fuera", dicen sus canciones. Y eso es algo complejo, difícil de entender, pero cierto.
Alguna vez pude conversar largamente con El Duke.
Llegó entonando una canción y cuando terminó de cantarla me habló de lo que se había convertido en su obsesión: enseñar a los niños a rapear y que los jóvenes pudieran narrar con su propio puño y letra sus experiencias de vida en la comuna.
Esas mismas canciones, que explican sus miedos y exponen sus esperanzas, también hablan de la no militarización y de la no repetición de la cruenta Operación Orión, en la que murieron muchos de sus "parceros".
Ellos, los raperos, la tienen clara: las notas, la danza, la educación, las oportunidades, son las que cambian su destino sangriento; quieren cantarle a la vida, a la paz.
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