Albert Pierrepoint fue el último verdugo de Gran Bretaña. Y esta fue su confesión final:
"Durante los 25 años que fui verdugo creía de todo corazón que estaba realizando una función pública. Efectuaba cada ejecución con mucho cuidado y con la conciencia limpia. Nunca me dejé a mí mismo meterme en el debate de la pena de muerte.
"Ahora espero sinceramente que nadie sea llamado jamás a efectuar otra ejecución en mi país.
He llegado a la conclusión de que las ejecuciones no resuelven nada y son sólo una reliquia anticuada de un deseo primitivo de venganza que adopta el camino más fácil y entrega a los otros la responsabilidad de la venganza.
"(...)
"Se dice que es un elemento disuasorio. No puedo estar de acuerdo. Ha habido asesinos desde el principio de los tiempos, y seguiremos buscando elementos disuasorios hasta el fin de los tiempos. Si la muerte fuera un elemento disuasorio yo tendría que saberlo.
"Yo actuaba, de parte del Estado, en lo que -estoy convencido- era el método más digno de imponer la muerte a un criminal, sin considerar lo justificado o injustificado que pudiera ser la asignación de la muerte, y de parte de la humanidad enseñé a otras naciones a adoptar el sistema británico de ejecución. Es un hecho que no me proporciona orgullo en absoluto. Es simple historia el que yo haya efectuado la ejecución de más condenas a muerte que ningún otro verdugo que se registre en archivos británicos. Este hecho es la medida de mi experiencia.
"El fruto de mi experiencia deja este sabor amargo: el que ahora creo de verdad que ninguna de las cientos de ejecuciones que he llevado a cabo ha servido en modo alguno de elemento disuasorio contra nuevos asesinatos. La pena capital, desde mi punto de vista, no consigue nada más que venganza". (Las subrayas son mías).
Es un texto que lleva a no hablar y tratar tan alegremente del tema, delicado y espinoso, de la pena de muerte. Tuvo razón L'Osservatore Romano, el periódico de El Vaticano, cuando hace unos años utilizó la expresión "idolatría de la venganza" para referirse a la pena de muerte, frente a la cual la Iglesia, si alguna vez dejó ver un mínimo resquicio de justificación, ya la descarta definitivamente. Juan Pablo II dijo en la encíclica Evangelium vitae: "Respecto de la pena de muerte hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición". Y añade que hoy en día, los casos que pudieran llevar a una aplicación de pena capital, "son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes".
Implica inmadurez, incultura y deshumanización reabrir en Colombia la discusión sobre la pena de muerte. Es ir en contravía. No se puede olvidar que esa idolatría de la venganza, agazapada en quienes promueven o defienden la pena de muerte, prohija la cultura de la muerte. O es, para ser más francos, su consecuencia.
"En muchas actuales defensas de la pena de muerte encontramos cierta feroz sed de sangre, cierto bárbaro estado de alma que nos parece profundamente repugnante" (Eduardo Santos).
"Lo que hace inviolable a la persona humana no es su inocencia -el hecho de no ser culpable-, sino su dignidad. Todo hombre es digno, aun cuando ha llegado a quebrantar culpablemente la ley penal" (Mario Madrid-Malo Garizábal).
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