Hace un año, una barcaza de la compañía minera Drummond que estaba a punto de hundirse fue sorprendida cuando arrojaba al mar cerca de 500 toneladas de carbón en la bahía de Santa Marta. El episodio podría haber sido uno más de la larga lista de abusos cometidos por esa compañía en una de las playas más hermosas del Mar Caribe. Pero la operación fue registrada por un fotógrafo y denunciada ante el Ministerio del Medio Ambiente. La Drummond fue sancionada por el gobierno con una multa de 6.965 millones.
A pesar de la sanción, la compañía continuó usando barcazas para trasladar el carbón desde los trenes hasta los barcos, como lo había hecho durante al menos 20 años, desafiando una prohibición del Ministerio del Medio Ambiente que la había conminado a poner fin a esa forma de embarque. Por este motivo, el pasado 8 de enero, la multinacional fue sancionada con la suspensión de la licencia de cargue de carbón.
Estos hechos confirman la dolorosa verdad revelada en el libro "Minería en Colombia. Institucionalidad y territorio, paradojas y conflictos", publicado por la Contraloría General de la Nación. La obra reúne los informes de una investigación dirigida por el economista Luis Jorge Garay, en la que participaron diez investigadores más, entre abogados, economistas, químicos, ingenieros y geólogos. En ella se buscaba estudiar el impacto de la minería en la vida de los pobladores de las regiones mineras.
El libro más bien podría llamarse "La maldición de los recursos naturales". Lo digo porque sus conclusiones son desoladoras. Los investigadores compararon las condiciones sociales y ambientales de los pueblos de las zonas mineras con las de los pueblos con presencia de cultivos ilícitos y los de las zonas agrícolas tradicionales.
Los resultados son sorprendentes. Aunque partieron de la hipótesis de que la calidad de vida de un pueblo cocalero estaba en el último escalafón, los investigadores encontraron que los habitantes de los municipios mineros viven en mayor pobreza, en mayor ignorancia, con más necesidades básicas insatisfechas, en un medio ambiente más deteriorado y con un servicio de salud más deficiente que los habitantes de las regiones donde se concentra una de las actividades más nocivas para el desarrollo: la de los cultivos ilícitos.
Vaya una paradoja: los peores indicadores del nivel de vida fueron hallados en el Cesar y La Guajira, las dos principales zonas mineras del país, donde operan las grandes multinacionales del carbón. Allí los índices de pobreza son de 91% y 89%, respectivamente. Ambos departamentos fueron clasificados como los peores sitios para vivir en Colombia. En el resto de municipios dedicados a la producción de oro y níquel el índice de pobreza es del 74%. En los petroleros es de 65%. En las regiones agrícolas tradicionales donde no hay actividad minera el índice de pobreza alcanza el 43%.
En materia ambiental, las condiciones más lamentables fueron encontradas en las regiones productoras de carbón a gran escala. Los residuos de carbón afectan los ecosistemas aledaños a las minas y alteran el material genético de reptiles, roedores, plantas acuáticas y humanos. "El Ministerio de Ambiente no tiene idea de la magnitud de la contaminación en Santa Marta y Ciénaga" dice uno de los expertos que participó en la investigación.
El informe concluye que la vida de los pobladores de las zonas mineras no sólo no mejoró sino que, en la mayoría de los casos, empeoró. En resumen, la explotación de la riqueza minera que podría haberlos salvado de la pobreza y el atraso se convirtió en una maldición.
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